El padre sale al parque con su hijo para aprender a montar bicicleta. En casa esperan Gabriela y Rocío, las dos madres en la afiatada tripareja. Le quita las ruedas de apoyo y el niño contiene el aliento antes de montarse en ella y discurrir por el sendero de tierra, después del suave empujón en la espalda. El padre lo ve seguir solo, orgulloso de su triunfo y de su equilibrio. Sin embargo, al bajar la velocidad para emprender el regreso, el niño cae y la rodilla recibe el golpe. El padre desinfecta la herida con el repertorio médico que, un padre obsesivo como él, acostumbra llevar en la riñonera. Luego lo lleva en su brazo mientras arrastra el vehículo con la otra mano. ¿Vamos a contarles a las mamás que te has caído? Le pregunta. El niño está de acuerdo. Y con una de esas frases maravillosas que solo sueltan los niños, con esa irracionalidad que les permite hacer extrañas asociaciones poéticas, responde: “Siempre hay que contar cuando te duele porque si no, ¿Cómo van a saber de qué tamaño es la herida?”
Muchas son las heridas de las que habla Jaime Rodríguez en su primera novela. El poeta, editor y periodista peruano radicado en Madrid me explica que “Solo quedamos nosotros” es un título polisémico: es la frase que le dice la señora que compartió con él 30 horas en la sala de espera de un hospital de Madrid, mientras, luchando por respirar, esperaban turno para internarse en plena primera ola del Covid-19. Pero la frase aplica también para hablar de su difícil relación con su intermitente padre, así como la inoxidable amistad con sus grupos de amigos de WhatsApp de Lima, Barcelona o Madrid, con quienes comparten chistes y tópicos machistas, sabiéndose dinosaurios a punto de extinguirse, los últimos representantes de una masculinidad marcada por los prejuicios del siglo pasado. Y el autor no siente pena por ello.
Leía la crítica del suplemento cultural del diario En Mundo. “En solo quedamos nosotros” el escritor lucha por encontrar su identidad en la maleable era del poliamor, el tik tok, los adolescentes trans y el lenguaje no binario. ¿Es realmente una lucha? Más bien en tus textos se percibe que encaras esos temas desde el humor y la melancolía.
Sí. Agreguemos que titularon esa reseña como “El grito ideológico de Jaime Rodríguez” [rie]. Empezaría diciendo que, en realidad se trata de un narrador que cuenta las historias, la voz de una persona que se enfrenta a su propia vulnerabilidad. Lo que quiere hacer es escribir una novela, y problematiza a lo largo del libro su frustración al no poder comenzarla. Así, en “Solo quedamos nosotros” lo que hay es un intento, desde varios flancos, por hacer construir un relato de largo aliento. Sé que hay un componente político, social e ideológico, como en todos los libros, pero en realidad la verdadera lucha tiene que ver con aceptar tu propia vulnerabilidad masculina e intentar encontrar tu propia voz narrativa en el proceso.
Comienzas y cierras el libro con la figura de un gato. Al inicio, como víctima de la crueldad de un grupo de niños. Al final, como muestra de complicidad de un padre y su hija. ¿El gato se convierte en un hermoso símbolo para hablar de cómo desmontar la masculinidad tóxica? ¿Un arco dramático que va de la crueldad a la empatía?
Cada lector tiene su manera de verlo, pero si hay algo que no me gustaría es que este libro se lea como un intento pedagógico o aleccionador sobre algo. Esas escenas más bien representan un miedo personal a mi propia capacidad de ser cruel. Elegí para abrir el libro esa escena porque es la más dura y tiene que ver con el mal en estado puro. Y el gato que aparece hacia el final del libro, al que buscamos con mi hije recorriendo la carretera, nos habla metafóricamente de un camino a seguir, algo ambiguo también. Nos habla de una idea de redención, pero también de un temor que subsiste. Todo ello tiene que ver, desde luego, con mi propia personalidad, pero no deja de ser una construcción literaria.
¿En tiempos en que desconfiamos tanto de los libros de ficción, eres consciente que tu libro será visto especialmente como un alegato de la “nueva masculinidad”, siendo algo mucho más íntimo y literario que eso?
Sí, aunque no me molesta para nada. Es más, me parece muy bien. Son temas que atraviesan el libro, sin duda. Efectivamente, son procesos que llevo estudiando hace mucho tiempo, antes de que se hablara de ellos masivamente. Pero no he querido hacer un libro “activista”. Es un trabajo que parte de mi propia formación como poeta, como observador, y de una necesidad personal por expandir las formas de expresarme. Una exploración literaria.
¿”Solo quedamos nosotros” es el intento de un narrador por escribir una novela que lleva intentando 10 años o es la voz de un poeta que justifica sus sospechas contra los límites de la ficción?
Yo diría que es más bien lo primero. Es la historia de este poeta, periodista, editor, que lleva mucho tiempo intentando hacer una novela y cómo sus propias taras le impiden hacerlo. Y lo que queda al final del proceso es algo así como el esqueleto de una novela. Es curioso: aquí en España, en algunas entrevistas algunos periodistas se han referido al libro como “novela” sin dudarlo un segundo y otros como una “recopilación de artículos”, y hay quienes lo han definido como “inclasificable”. Y entiendo que se trata de un libro difícil de clasificar porque está contado por una voz que tantea los límites de la narrativa, de la autoficción y de la ficción, de la poesía incluso.
Para el ego de cualquier escritor, suena mucho mejor que se defina tu libro como “una novela” que “un libro inclasificable”...
(Ríe) ¡Hombre! Como esto nace de una aspiración novelística, pues evidentemente me satisface más que me digan que es una novela. Pero ser inclasificable es también una aspiración legítima.
En algún momento temí que, en tu libro, tu propia vida cotidiana, que tu relación poliamorosa se convirtiera en una especie de respaldo moral para escribir.
¡Vade retro, no! Nada más ajeno (ríe)
Me di cuenta especialmente cuando das cuenta de tu vida personal planteándola como el guión de un stand up comedy, en uno de los relatos del libro. ¿Cuán necesario es el humor para desmantelar nuestras taras masculinas?
Este tema despierta mucha histeria. A muchos tipos el feminismo los pone como locos, no lo pueden soportar, se sienten agredidos en su masculinidad. Del lado opuesto, está la figura del tío que se quiere reivindicar diciendo que es feminista, “un hombre en proceso”, “deconstruido”, “aliado”. Personalmente, en ninguno de esos extremos me siento cómodo. Se trata de temas importantísimos para mí, pero hay un punto en que puedo advertir dinámicas risibles. Vamos a calmarnos un poco. Se puede reflexionar sobre la masculinidad tóxica sin ponerse excesivamente serio ni solemne. En el libro, una de mis formas de plantearlo es a través de la sátira, a la manera de un Stand Up Comedy, donde un personaje expone sus fracasos de manera risible. Evidentemente, uso mi propia biografía para burlarme de mí mismo, tanto de mi parte de “aliado” del feminismo como de la que puede haber de hombre reaccionario. Creo que hace falta pensar e internalizar estos temas, pero que a veces se consiguen mejores resultados si lo haces con sentido del humor. Tener la mente abierta es un punto de partida para examinar tu propia masculinidad. Los hombres nos reímos poco de nosotros mismos.
Tu relato “Iba a dictar un taller sobre nuevas masculinidades (cuando llegó la pandemia)” circuló mucho en redes a pocas semanas de iniciada la pandemia. Era uno de los primeros testimonios de un amigo cercano víctima del virus. En ese texto, hablas de la culpabilidad de quien asume actitudes que el narrador asume como “machistas”, como la caballerosidad, el cuidado o el sacrificio por el otro, pero que para el lector resultan simplemente humanas. ¿Por qué crees que hay esta culpa instalada en la mentalidad de los hombres por asumir estos roles?
Tu pregunta me sirve para aclarar una cosa: yo no creo que los hombres debamos sentir culpa por tener estos gestos hacia los demás. Tampoco creo que estas acciones del narrador de esa crónica sean exclusividad de los hombres. En ese texto en particular habla de una sensación muy personal: asume esas acciones como parte de su ideario masculino ligado a los súper héroes, los cómics y a muchos otros estereotipos. Por lo menos yo lo concebí así, quizás porque nunca me he enfrentado con emociones más reales. Mis emociones pasan a través de mi formación cultural, con el pop, con los cómics, con las películas y la televisión. Es mi versión personal del asunto. Si al narrador le genera culpa es, precisamente, por lo estúpido que puede parecer. ¿Por qué, por ejemplo, en lugar de pensar en darle agua a una persona que lo necesita, el gesto de una persona humana normal, tengo que pensar que estoy tratando de ser heroico, de asumir un rol? Como dice en el libro, “odio que mi cerebro sea siquiera capaz de identificar esas ideas” .
Algo muy conmovedor en tu libro es leer tu testimonio sobre cómo construyes tu masculinidad a partir de un modelo paterno complejo y doloroso y un modelo materno que nos genera culpas y recriminaciones.
Es así, pero también debo decir que no hay una sola masculinidad. La masculinidad es diversa, y muchas veces está atravesada por otras cosas, incluso componentes raciales y de clase: no es lo mismo ser un hombre en Puente Piedra que en Iquitos, o que en Madrid o en Berlín. Yo provengo de una masculinidad formada en un entorno relativamente precario de Lima, marcada por la figura de un padre intermitente, digamos, con el que he tenido una relación compleja. Pero hay muchos otros hombres que han tenido infancias o formaciones mucho menos privilegiadas aún. Yo de lo que hablo y lo que problematizo es mi masculinidad, siendo perfectamente consciente de que hay infinitas formas.
No hay una sola masculinidad pero sí lastres comunes a todos los hombres. Como en el cuento en que tu hijo se cae de la bicicleta, tu libro podría ser también un alegato para que los hombres hablemos más de nuestras heridas. ¿Por qué nos cuesta tanto?
Por mandato patriarcal, por construcción social. Esta concepción arcaica y tozudamente mantenida de que el hombre debe ser duro y hermético para salir a enfrentar las cosas, mientras que las mujeres pueden mostrarse más expresivas en sus dolores y sentimientos… nada más absurdo.
Es un lugar común decir que la paternidad te ayuda a comprender nuestra masculinidad. Pero en tu libro nos permites ver que mucho más interesante es entender como la paternidad te enseña a asumir las identidades múltiples de nuestros hijos. Tú tienes una hija que se asume como no binarie. ¿Cuál es el desafío para descubrir estas nuevas identidades de género?
Son realidades que por mucho tiempo han sido soslayadas, cuando no directamente estigmatizadas, y creo que es importante acompañar a las personas trans en la visibilización. En el caso de Coco, mi hije, es una persona no binarie, es decir que no se identifica con ninguno de los dos géneros asumidos como “normales”. Y a mí eso me parece fascinante. Me encanta la idea de que haya gente que tenga semejante libertad de expresar de qué manera se siente, quiénes son realmente. No me escandaliza que mi hije use como pronombre “elle” y que me diga que no se siente ni hombre ni mujer. Lo que me escandaliza es la reacción de incomprensión hacia esto, ese conservadurismo tan cerrado, tan antievolutivo. Yo a Coco siempre le digo que es una pena pero he llegado tarde a la fiesta: ¡Ya me hubiera gustado a mí gozar de este tipo de libertades! No siempre es fácil, claro, hay gente trans que lidia cada día con la incomprensión, la marginación y todo tipo de violencias. Y creo que es importante para todos entender que hay personas que viven sin el privilegio de la aceptación, de poder ser. Eso es brutal. Que uno exista sin tener que dar explicaciones no debería hacernos olvidar que hay cosas que nosotros damos por sentadas, pero no todas las personas disfrutan.
Cuando en España desde el feminismo se cuestionan los “micromachismos” aquí no podemos sacudirnos aún de machismos macro, puros y duros, que se reproducen desde el poder, y que impregna toda la sociedad. ¿Cuán profundo es el abismo que al respecto separa el Perú de España?
No estoy tan seguro que sea muy profundo el abismo que separa Perú de España. Aquí tenemos también ejemplos brutales de misoginia y machismo, profundamente arraigados en las instituciones. Tenemos un partido fascista como VOX que está metido en el Congreso, al que se le ha permitido normalizar discursos de odio contra la mujer, algo que antes era impensable. Así como hay diversas masculinidades, hay un tipo de machismo que es transversal a cualquier raza, clase o ideología política, pero ocurre lo mismo en casi todo el mundo, no solo en el Perú. El machismo lo tenemos entre nosotros mismos, en los medios, entre los amigos. Es algo muy bestia, muy difícil de combatir, pero tenemos que empezar de alguna manera.
¿Cómo combatirlo?
Una forma es a través de uno mismo, mediante procesos de desprogramación, de lectura y, sobre todo, de escucha. Otra es trabajar con nuestros grupos de amigos. Yo lo llamo “La gran discusión” a la que nos resistimos porque enfrentarla no siempre es algo divertido. Pero hay que asumirla. Y se puede hacer con entusiasmo.
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