Angélica Salas, tenaz directora ejecutiva de la Chirla (Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes de Los Ángeles), estaba allí para recibirme a mi llegada. La sala estaba a rebosar. Estaba llena de mujeres fuertes y valientes –desde jóvenes hasta madres, abuelas y bisabuelas–, mujeres trabajadoras que hacían de todo, desde tareas domésticas hasta labores de asistencia sanitaria domiciliaria, algunas tenían un buen inglés y algunas solo hablaban español, todas ellas estaban dispuestas a luchar.
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Por su coraje, su dignidad y su determinación me recordaban a mi madre. De pie entre ellas, pensé en la dualidad de la experiencia de quienes migran a Estados Unidos. Por un lado, es una experiencia caracterizada por la esperanza, la convicción y una profunda fe en el poder del sueño americano, una experiencia llena de posibilidades. Por otro, es una experiencia a menudo demasiado marcada por la aplicación de estereotipos y acusaciones infundadas, donde la discriminación, tanto explícita como implícita, forma parte del día a día.
Mi madre era la persona más fuerte que he conocido jamás, pero también he sentido siempre el instinto de protegerla. Supongo que, en parte, se debe al hecho de ser la hija mayor. Pero también sabía que mi madre era un blanco. Yo lo veía, y eso hacía que me enfadara. Tengo demasiados recuerdos de mi magnífica madre siendo tratada como si fuera tonta a causa de su acento. Recuerdo que la habían seguido muchas veces por grandes almacenes, con la sospecha de que una mujer de tez tan oscura como la suya no podía permitirse el vestido o la blusa que había elegido.
También recuerdo lo en serio que se tomaba cualquier encuentro con funcionarios gubernamentales. Cada vez que volvíamos de un viaje al extranjero, mi madre se aseguraba de que Maya y yo nos comportáramos lo mejor posible mientras pasábamos el control de aduanas.
–Poneos derechas. No os riais. Estaos quietas. Coged todas vuestras cosas. Estad listas.
Sabía que cada palabra que pronunciase sería juzgada y quería que estuviéramos preparadas. La primera vez que Doug y yo pasamos juntos por la aduana, el músculo de mi memoria se activó. Me estaba preparando de la forma habitual, asegurándome de que lo teníamos todo bien y en orden. Mientras tanto, Doug estaba tan relajado como siempre. Me frustraba que estuviera tan pancho. Él se sorprendió mucho, en su inocencia, se preguntaba: “¿Dónde está el problema?”. Nos habíamos criado en realidades distintas. Fue revelador para los dos.
Aunque la nuestra ha sido siempre una nación de inmigrantes, siempre les hemos temido. El miedo al otro está incrustado en la esencia de la cultura estadounidense y personas sin escrúpulos que han ejercido el poder han explotado ese miedo para obtener beneficios políticos. A mediados de la década de 1850, el primer partido minoritario importante de Estados Unidos, el denominado partido Know-Nothing, se hizo popular gracias a una plataforma antiinmigración. En 1882, una ley en el Congreso prohibió la entrada al país de inmigrantes procedentes de China. En 1917, el Congreso derogó el veto del presidente Woodrow Wilson con el fin de establecer nuevas restricciones para los inmigrantes, entre ellas el requisito de saber leer y escribir. La preocupación acerca del creciente número de recién llegados del sur y el este de Europa dio como resultado la imposición de cuotas de inmigración en 1924. En 1939, se impidió la entrada a Estados Unidos a casi mil judíos alemanes que huían de los nazis en un barco llamado St. Louis. Se rechazó abiertamente un plan para permitir la entrada al país de 20.000 niños judíos. Y, poco después, el Gobierno Estadounidense internó en campos de concentración a 117.000 ciudadanos de origen japonés.
En fechas más recientes, dado que la globalización ha privado al país de millones de puestos de trabajo y ha desplazado a grandes sectores de la clase media, los inmigrantes se han convertido en un objetivo fácil a quienes culpar. Cuando la Gran Recesión devastó las zonas rurales de Estados Unidos, varios políticos republicanos señalaron a la inmigración como el problema, mientras obstruían un proyecto de ley que habría creado nuevos puestos de trabajo. Pese al papel importantísimo que han desempeñado en la creación y conformación de Estados Unidos, los inmigrantes que llegan aquí en busca de una vida mejor siempre han sido un chivo expiatorio fácil.
Nuestro país fue creado con muchas manos, por personas procedentes de todos los rincones del mundo. Y con el paso de los siglos, los inmigrantes han ayudado a levantarlo y a impulsar la economía, aportando mano de obra para industrializarlo e inteligencia para crear innovaciones que cambian la sociedad. Los inmigrantes y sus hijos fueron las mentes creativas detrás de muchas de nuestras marcas más conocidas, desde Levi Strauss hasta Estée Lauder. Sergey Brin, cofundador de Google, es un inmigrante ruso. Jerry Yang, cofundador de Yahoo!, llegó desde Taiwán. Mike Krieger, cofundador de Instagram, es un inmigrante brasileño. Arianna Huffington, cofundadora de “The Huffington Post”, nació en Grecia. De hecho, en el 2016, investigadores de la Fundación Nacional para la Política Estadounidense hallaron que más de la mitad de las empresas emergentes valoradas en miles de millones de dólares de Silicon Valley habían sido fundadas por uno o más inmigrantes.
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Título: Nuestra verdad
Autora: Kamala Harris
Editorial: Planeta
Páginas: 368
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