Hace una década, escribió un poema que empezaba diciendo: “A veces me llama por teléfono un amigo muerto desde hace años / Contrariamente a lo que podría pensarse, la conversación es bastante normal...” Años después, en un encuentro de ilustradores, escuchó hablar al mexicano Juan Palomino, y si saber por qué, cuando atendía su disertación, volvió ese poema a su cabeza y pensó que solo él podía ilustrarlo en un libro. Ni siquiera se acercó al final de su conferencia, esperó que se fuera de Lima para escribirle. Sin conocerla, tras leer su texto, respondió de inmediato. “Si, me encanta. Hagámoslo”, apuntó vía messenger.
El resultado se llama “Una canción que no conozco”, libro ilustrado de enorme carga emocional. Para ella y para todo el que intenta lidiar con el vacío instalado en la cabeza cuando muere aquel que se ama. La experiencia de lectura resulta reveladora y luminosa. El libro debió salir en México en el 2018, pero con los cambios de gobierno en el país norteño y los propios del Fondo de Cultura Económica, algunos problemas retrasaron el lanzamiento. Luego, todo quedó listo para publicarse a principios del 2020, pero la pandemia alteró los planes nuevamente. “Es un libro que hemos esperado muchísimo”, señala Chirif, para quien este volumen no solo significa su regreso a la práctica de la poesía, sino a la oportunidad de dejar en manos del ilustrador todo el proceso gráfico.
“Otros libros los había pensado más en forma de guiones, pensando texto e imagen a la vez. Pero en este caso, no tenía ninguna referencia. No sabía cómo iba a quedar, que haría Juan (Palomino) con el poema. Me parecía que era difícil ilustrarlo sin ser redundante, sin caer en lo obvio. Fue una experiencia muy interesante volver a la pureza del texto y confiar en un ilustrador tan inteligente”, señala. En efecto, el artista mexicano hace su propia interpretación del texto y construye una narración paralela desde la gráfica, aportando sus propias ausencias. “Al final el libro es nuevo incluso para mí. Perder el control sobre el resultado final de tu propio libro es una experiencia muy estimulante”, explica.
¿Cómo se generó la empatía con un artista como Juan Palomino?
No recuerdo con precisión de qué hablaba él en aquel encuentro de ilustradores. Pero me pareció muy interesante escucharle reflexionar sobre su trabajo. Hay muchos artistas que hacen ilustraciones muy bellas, pero no todo el mundo tiene ese nivel de reflexión. Juan, igual que yo, estudió filosofía, y terminó dedicándose a la ilustración. Me sentí muy cercana a su reflexión. Luego están esas serendipias de la vida: cuando le escribí y le mandé el poema que tenía que ver con la muerte de José (Watanabe), él me dijo que enganchó inmediatamente porque él tenía una novia que murió hacía un tiempo, y que fue una experiencia muy fuerte para él. Entonces hubo ese enganche de haber atravesado cada uno por una pérdida, de alguna forma análoga a la otra. Yo eso no lo sabía, me sorprendió cuando me lo dijo. Entonces decidió no repetir el poema con sus ilustraciones, sino reelaborar a partir del texto.
Resulta conmovedora esa sintonía. En la primera página, aparece la imagen del personaje principal, una chica levantando un canasto de ropa sucia. Lo interesante es que el pequeño retrato del ausente que aparece a un lado del teléfono, es un autorretrato de Palomino. Con ello, los escenarios parecen invertirse.
Y se invierten, sí. Así puede leerse también. Esa pequeña imagen que no todo el mundo mira del personaje masculino permite leer el libro a la inversa. Muchas veces, cuando se ilustra un poema, se corre el riesgo de que las ilustraciones cierren la lectura. Aquí es al contrario. Él ha expandido los sentidos del texto, le ha dado un montón de matices, y eso me encanta. Hay desfases, cosas que se entienden a medias, ecos, la posibilidad que un lector encuentre lecturas múltiples y expandidas. Eso es lo que más me gusta encontrar en los libros ilustrados.
Tu libro tiene que ver con la muerte, lo cotidiano, lo doméstico. ¿En tiempos de pandemia, cuando la muerte se nos ha hecho un tema muy presente, como leerlo?
Un libro ilustrado tiene tres autores: uno es el que hace el texto, otro es el que hace la imagen y el tercero es el lector, que va cerrando sentidos temporales, fragmentarios, parciales. Lo que hace interesantes a estos libros es plantearlos como una posibilidad para que el lector regrese siempre a ellos y encuentre lecturas distintas. En ese juego de interacción entre texto e imagen ve la posibilidad siempre abierta de una lectura distinta. Una vez que uno advierte la lógica de un relato o de una ilustración todo se acopla y va surgiendo solo. Permite descubrir una suerte de coherencias internas que uno antes no había pensado. Por ejemplo, es muy interesante que el rostro de la protagonista de la historia no se vea nunca. Eso ayuda a no fijar una expresión en su rostro. Abre la posibilidad de una emoción muy matizada y compleja.
¿Hablando de caras, crees que un libro como éste nos ayuda a pensar cómo encarar la muerte?
La experiencia de la muerte, la pérdida de alguien cercano, es una de las experiencias más intensas. Cuando empezó la pandemia, hubo un horror inicial a la muerte, pero siento que ahora vemos un acostumbramiento a ella. Es un mecanismo de defensa completamente comprensible, pero por otro lado nos despega de nuestra vida como materialidad, como concreción. Las personas tendemos a pintarnos como una mente, y nos olvidamos que somos un cuerpo que habla, que camina, que se baña. Y por eso hacemos esas cagadas con el mundo y la naturaleza en general. Creemos que la realidad intelectual está por encima de la realidad material. Lo corpóreo es fundamental y la muerte, como un fin absoluto de la materialidad del cuerpo, es la experiencia extrema, que nos confronta con lo que somos originalmente, un cuerpo, una biología, un mecanismo que funciona. El cuerpo no es algo que tenemos, es lo que somos. Sin cuerpo no hay mente ni espiritualidad. La experiencia de la muerte de aquello que no tiene arreglo. Nunca más. Es el límite absoluto. La experiencia radical de nuestra finitud.
Cuando no hay cuerpo queda el rastro. Y pienso en el inicio de tu poema: “A veces me llama por teléfono un amigo muerto desde hace años”. La muerte es eso también: un número telefónico que permanece en nuestras agendas, un registro en las redes sociales, una presencia que permanece cuando el cuerpo no está.
Es muy extraño. Tiene que ver con otras materialidades, objetos, el recuerdo del olor de la ropa del difunto, los pelos que puedes encontrar en un cepillo, en un peine. Todos estos restos materiales son rastros muy potentes. Un día recuerdo haber estado sentada sobre la lápida de José y sentir que había un cuerpo debajo. Un cuerpo físico, real, enterrado justo debajo. Ya no era una persona. Es el resto. Eso es rarísimo. Son huellas incompletas, que te recuerdan más fuertemente la ausencia.
¡Cuántas veces la gente quisiera un tiempo para hablar con la persona ausente! Sin embargo, en tu libro, más allá de cualquier epifanía, lo que se nos pueda transmitir del más allá es más bien modesto, algo tan cotidiano como la misma vida.
Sí, me gustaba eso. La idea que lo trascendental, lo importante, se juega en lo cotidiano. En lo que aparentemente nos puede parecer banal o trivial, pero que no lo es si se vive intensamente. Las cosas cotidianas no tienen que ser triviales, al final nuestra vida se juega en las cosas elementales que hacemos todos los días. Lo que importa, para mí al menos, es la carga emocional intensa que puede tener cada pequeño acto de nuestras vidas, aunque pueda parecernos mínimo.
¿Cómo llevas el recuerdo de José Watanabe hoy día?
El otro día me di cuenta que en abril se cumplen 14 años desde que murió José. Pero igual su presencia siempre está allí. No sabría decirte cómo, pero es un recuerdo al que siempre vuelvo. Que me acompaña, que está siempre presente. Hay muchas cosas de como soy, de cómo vivo, de lo que hago, que tienen que ver con esa experiencia, con esa relación, con ese vínculo. Creo que las personas que uno quiere no se van nunca, están allí mientras tú estés. Forman parte de tu vida, de tu cuerpo, de tu alma, de lo que piensas. Un amigo me decía: “¿a dónde va a ir uno, si no hay otro mundo? ¡El mundo es uno solo, no hay más allá!”. Todo está acá, no importa que no lo veas. No hay otro lugar adónde ir. Todo forma parte de la misma realidad. Cualquier otro lugar tiene que estar en éste, conviviendo a manera de recuerdos, presencias, objetos, con todo lo que está y no está a la vez.
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