Cuando una joven promesa literaria muere demasiado pronto, sus lectores se sumergen en especulaciones acerca de cómo pudo desarrollarse su carrera si es que el occiso hubiera sorteado a la Parca y logrado trasponer el Rubicón de la madurez (que, según Manuel Scorza, en lo concerniente de los poetas se establecía sobre la frontera de los treinta años). Imposible saberlo, por supuesto. Ignoraremos por siempre si Javier Heraud habría llegado a ser una voz de la misma preponderancia que compañeros generacionales de la talla de Cisneros e Hinostroza o si las circunstancias lo hubieran silenciado como las balas que recibió en Puerto Maldonado. Podemos apenas imaginarnos los libros y los poemas que hoy serían seguramente clásicos indiscutibles en nuestra tradición. Desde luego, su caso no es el único.
LEE TAMBIÉN: “Something Going” y “Las arqueólogas”: nuestra crítica a los poemarios de Roger Santiváñez y Mirko Lauer
Por ejemplo, ¿qué pasaba si Marina Keegan, la novísima esperanza literaria de Yale, de donde recién se acababa de graduar, no hubiera muerto a causa de un absurdo accidente de tránsito apenas a los 22 años? Un viejo zorro como Harold Bloom había detectado su inusual talento y la consideraba uno de sus selectos protegidos. Era ganadora de diversos certámenes universitarios y tenía una plaza asegurada para trabajar en la prestigiosa revista New Yorker. De todo ese futuro auspicioso nos resta Lo contrario de la soledad, el volumen en que los maestros de Marina recopilaron sus mejores textos ensayísticos y de ficción. Páginas elaboradas sin rebuscamientos en que los temores, descubrimientos y pretensiones de su generación son delineados con gran capacidad de observación, además de una prosa firme y sutil. Vitalista hasta la médula, criticaba el anestésico pragmatismo de sus pares y proponía en espabilados artículos crear algo realmente duradero que hiciera sentir orgullo. En ese empeño se encontraba antes de aquella noche funesta. Su libro significa una advertencia para los más jóvenes acerca del sentido de la existencia y sus múltiples posibilidades particulares frente a un sistema que prefiere el ganado obediente con título profesional.
Félix Francisco Casanova era un portento. En los breves 19 años que alcanzó a vivir, este autor español escribió una obra poética amplia, extraña y de pasajes vibrantes, de una intensidad dramática y bella como la de los atardeceres incendiados. De inconfundible estirpe rimbaudiana, sus versos constituyen una biografía psicológica que brinda una mirada ultrasensible, de festiva tristeza: “En mi cabeza hay un álbum / de fotos amarillentas / y lo voy completando con mis ojos, / con los más leves ruidos, / atrapando olores en el aire / y en cada sueño que sueño”. Casanova consiguió asir imágenes de macabro relente pop que resuenan largo tiempo en la memoria del lector: “Las fotografías / de hermosos jóvenes muertos / en traje de baño / son casi siempre / el más perfecto / de los recuerdos”. La historia oficial afirma que falleció accidentalmente, debido a un escape de gas en la ducha. En uno de sus últimos poemas, sin embargo, Casanova le dice a su enamorada: “Eres un buen momento para morirme”. El que quiera entender, que entienda.
Un puñado de palabras fue suficiente para que y María Emilia Cornejo se hiciera de un lugar en el concierto de la poesía peruana: es una pionera al inaugurar un espacio para la poesía hecha por mujeres que, una década después de su muerte, cometida por mano propia, disfrutaría de una rápida consolidación y éxito. Cornejo deambula por parques solitarios y hoteles de paso en busca de experiencias que la sumen en la culpa y la angustia de quien da un primer paso liberador: “Comprendiste mi dolor / y con infinita ternura cubriste mi cuerpo con tu cuerpo, / tienes que abrir las piernas, murmuraste, / y yo me sentí torpe y desolada”. El gesto de Cornejo, labrado en los dominios de una Lima intolerante, está estrechamente eslabonado con su vida, signada por la soledad y la incomprensión, como comprueba En mitad del camino recorrido, compilación de los poemas y bosquejos hallados en cuadernos y papeles después de su desaparición. A casi medio siglo de la noche en que decidió autoeliminarse por medio de un cóctel de pastillas, su legado se mantiene en toda jovencita que irrumpe entre los fueros letrados con una declaración de inconformismo y amargo desafío. Que cada vez son más y mejores, hay que decirlo.
Marina Keegan. “Lo contrario de la soledad”. Alpha Decay, 2015
Félix Francisco Casanova. “Obras completas”. Demipage, 2017.
María Emilia Cornejo. “En mitad del camino recorrido”. Flora Tristán, 1994.
TAMBIÉN PUEDES LEER
- Del otro lado de la realidad: cuando la literatura plasma cómo es vivir con una enfermedad mental
- “Confesiones de un inquisidor”: nuestra crítica al libro de memorias de César Hildebrandt
- Educar y resembrar: Tres lecturas para repensar la enseñanza moderna
- “Esta realidad no existe”: un portal a lo mejor de la ciencia ficción peruana
- Tres libros para entender el vórtice demente y seductor de Charles Manson