Uno de los primeros vestigios de nuestra inteligencia como especie humana es el arte. Las pinturas rupestres, tan sencillas como míticas, desprenden historias comúnmente fascinantes, sobre todo para los investigadores, quienes se han descabellado buscando las posibles causas que expliquen el origen de los repetitivos trazos de caza hallado en lo hondo de las cuevas.
Fernando Ampuero tiene una propia respuesta que esboza en “El primer cuentista”, su último libro ilustrado que narra una breve biografía de su primer antepasado artístico: un narrador del Paleolítico. Acompañado con ilustraciones que combinan el surrealismo y el arte prehistórico, el cuento resulta una experiencia inquietante de 40 páginas. En conversación con El Comercio, Ampuero explica las motivaciones que incentivaron la presente publicación.
— Ha pasado poco más de cincuenta años desde que apareció tu primer libro de cuentos. Y en sucesivas épocas, luego de publicar varias novelas y libros de crónicas y ensayos, vuelves siempre al relato corto. ¿Cómo explicas tu preferencia por este género literario?
Mis recuerdos apuntalan esa preferencia. Mira, es natural que uno se olvide de algunas cosas, pero a mí no se me borran de la memoria las historias redondas. Y, por supuesto, no me refiero solamente a los relatos cortos; también incluyo la estremecedora escena de un capítulo de novela, o la magnífica secuencia de una película. Basta que me deslumbre una situación trágica o cómica que revele belleza y tenga buena hechura para que me resulte perdurable. Cuando evoco el contenido de una novela, lo primero que viene a mi mente son dos o tres pasajes fundamentales que me emocionaron y lo dijeron todo. Por eso me gustan los cuentos; si son buenos, expresan mucho en pocas palabras.
— Los lectores están acostumbrados a tus cuentos contextualizados en espacios realistas del país. Ahora vas más lejos, pero en el tiempo. ¿Qué te llevó a trasladarte a la prehistoria?
Un estado febril. En el 2020, durante los días duros del Covid-19, yo sufrí temperaturas altas y alucinaciones, en las que me veía dentro de una caverna. Fue una experiencia intensa, muy vívida. Y un tiempo más tarde, una vez recuperado, recordé que años atrás había escrito [y abandonado] un relato que mostraba el mismo escenario. Entonces lo busqué, lo releí y lo reescribí, y esta vez sentí que alcanzaba una recreación verosímil del mundo olvidado de la prehistoria, pero justo cuando el homo sapiens ya pronunciaba sonidos diferentes de las voces guturales y accedía al proceso rudimentario de establecer un hilo de los pensamientos. Ello me hizo imaginar a un homínido iluminado, un tal Jono, quien debió atreverse a contar una historia, ¡el primer cuento!, y de pronto todo cambió. Hoy es obvio que la palabra y el lenguaje estructurado, gracias a seres como Jono y su auditorio, se convirtieron en la gran invención de la humanidad.
— ¿Pero seguimos sin saber cómo se originó esa invención?
Así es. Y tal vez no lo sepamos nunca. No hay fósiles que den indicios o echen luces sobre el prodigio del lenguaje. Y ello se debe a que nuestra capacidad de hablar se apoyó (y se apoya hasta ahora) en un soporte frágil, lo que en anatomía se llama “los tejidos blandos del organismo humano”: el cerebro, la laringe, las cuerdas vocales, el paladar y la lengua, tejidos y membranas que en semanas se pudren y se hacen polvo y desaparecen. De modo que estamos fritos; solo barajamos teorías sobre un salto evolutivo, que mejoró el cerebro y nuestro aparato fonador.
— El primer cuentista es un relato con trasfondo literario.
Sí. Mi intención era conjeturar, especular o fantasear sobre ese común antepasado remoto de nuestra especie, que en algún momento debió existir, y que quizá tuvo por oyente y amigo a un pintor de las cavernas.
— Mencionas en el relato “la inevitable envidia literaria” como un factor que acompaña a los narradores que consiguen una audiencia.
Ese oscuro sentimiento es hoy frecuente, y probablemente debió tener un lejano antecedente. Pero la envidia, a veces, es el gran motor del deseo.
— ¿En algún momento crees que fuiste tú el joven Valdo [un artista envidioso] de algún narrador que destacaba?
Afortunadamente, no. Yo pertenezco a la tribu de personas asombradas que continúan descubriendo el mundo. Cuando leo a un buen escritor, mi reacción es de admiración; admiro, no envidio. Y entonces me digo: “¡Ojalá pueda yo algún día emocionar a un lector como este autor me emociona a mí!”. Después, con la mayor meticulosidad, releo el libro que me ha gustado a fin de ir descubriendo los sabios secretos de su prosa.
— ¿Hubo alguna otra circunstancia reciente que te impulsó a retroceder a épocas tan primitivas?
Yo diría que no deja de sorprenderme el hecho de que, en un principio, hayamos sido mamíferos prácticamente indefensos, y que al correr del tiempo llegáramos a ser el animal más feroz. ¿Pero de qué nos sirve esto? A pesar del refinamiento y el progreso tecnológico, llevamos dentro a la misma bestia sanguinaria del Paleolítico. No somos más civilizados.
— Las ilustraciones del libro aportan un elemento de fantasía mayor a tu relato. ¿Cómo se hizo este trabajo?
Poniéndonos de acuerdo; las ideas mías y las de los ilustradores hallaron el ideal del ensamblaje. Tuve la suerte de contar con Casandra y Joshua Tola, dos jóvenes artistas excelentes. Gracias a ellos todo cristalizó.
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