En medio de una nube de tabaco, la silueta de Joaquín Sabina se recorta en frágil equilibrio. Pero se sostiene de una guitarra. Y eso le basta para construir rimas y cosechar aplausos. Para hablar de besos sumergidos en alcohol, humo y ceniza. De días de lluvia y tardes en blanco y negro. Como aquella cuando salió de Úbeda, su pueblo natal, en el vagón de tercera de un tren que se iba al norte. Años después sus biógrafos recordarían el acto heroico de “ese niño de provincias que soñaba con Madrid”. Que desembarca en Atocha. Que camina por una ciudad donde todas las calles terminarán llamándose “melancolía”.
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Será precisamente ese estado de vaga aflicción, esa manera romántica de estar triste, el catalizador central de su obra, desmesurado bloque sonoro compuesto por 17 discos de estudio, cinco en vivo, tres recopilatorios y un número no cuantificado de colaboraciones. Para un estimado de diez millones de discos vendidos a una audiencia específica, gente galvanizada por amores perdidos, noches insomnes y adorables labios que nunca poseerán. Es decir, las mismas heridas del desgarrado trovador callejero. Ángel de alas negras. Profeta del vicio. Héroe de las barricadas. Rey okupa de los suburbios.
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Pero la denominación que más le gusta es ser el Dylan español. Una exageración, sin duda, desde el grado de sofisticación verbal hasta la intrepidez cáustica, decididamente intelectual. Lo que Sabina exhibe son granos que mutan a cicatrices cosidas a punta de cornadas. Mujeres, amigos, risas y bares. El abordaje ocurre gracias a una sarta de colaboradores eficaces que van de Chavela Vargas y José Alfredo Jiménez a tangueros como Discépolo. Antes María Dolores Pradera que Leonard Cohen, un caro anhelo. Y todo un inventario de crisantemos y espinas provenientes de Neruda y Gil de Biedma antes que de César Vallejo, apetencia inalcanzable.
De lo que nadie duda, eso sí, es de su genuina debilidad por la cultura peruana y sus derivados. “Tengo más de la mitad del corazón limeño, esta casa mía en Madrid está llena de limeñas y limeños, y nos preocupan las cosas del Perú y las conversamos a menudo”, dijo haciendo explícita su participación en el No a la revocatoria de la entonces alcaldesa. Antes, en el 2007, había compuesto la banda sonora “Un mundo para Julius” basada en la novela homónima de su entrañable amigo Alfredo Bryce, con quien se estrenaría como periodista al publicar una distendida conversación sobre sexo y mujeres, tema en el cual su kilometraje parece respetable.
“A mí me gustaba ‘Lima la horrible’ de Salazar Bondy antes de conocer a mi novia limeña. No sé por qué en ese momento el caos de Lima parecía tener cierto parentesco con el caos de mi alma. Por eso Lima me enganchó”, dijo alguna vez rememorando el día que conoció a su actual novia, fotógrafa de este Diario caída en misión periodística el 7 de diciembre de 1994 a las 11:45 de la noche en el bar La Noche. Era miércoles cuando el firmante, agazapado entre un mar de copas, alcanzó a leer cómo Sabina rubricaba su conquista en servilletas: “Rosa de Lima, prima lejana / lengua de gato, bicarbonato de porcelana / dolor de muelas, pan de centeno / hasta las suelas de mi zapatos te echan de menos / prenda de abrigo, ven, vente conmigo”.
Justamente autocalificado como un crápula nocturno, Sabina es capaz de exhibir también una bibliografía poética tan abultada como impugnable. No tanto por sus cuatro cancioneros y su epistolario como por esos siete poemarios, incluyendo la secuela “Esta boca es mía” y “Esta boca sigue siendo mía”. Entre letras inacabadas y desplegables de tres metros de largo, las anáforas y retruécanos del andaluz pulsan, sin duda, algún punto sensible ubicado entre el bajo vientre y la lágrima.
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