“En toda ciudad hay territorios públicos que se convierten en el centro espontáneo de las celebraciones colectivas (…) A mediados de 1989, la calle de las pizzas en Miraflores era el primer lugar de encuentro y diversión que venía a la mente de los limeños jóvenes de clase media”, cuenta Alonso Cueto en su novela Demonio del mediodía (1999), dejando clara la importancia, como epicentro social, de aquel lugar donde se encuentran la calle San Ramón y el pasaje Juan Figari, que visitantes, vecinos y turistas verán totalmente transformado en poco tiempo. Y lo disfrutarán mucho, cuando la pandemia nos de tregua y las noches vuelvan a recibirnos con las pizzas en la mesa, las cervezas burbujeantes y sin temor a contagios.
Cueto recuerda, en aquella misma novela: “Las aglomeraciones de una vereda con olor de quesos y jamones, el sonido de rock desde las ventanas altas, la luz intermitente de los videos y el ambiente general de dispersión a bajo precio”. Para el personaje de su novela, estar ahí era un consuelo ante la irritación y el miedo que se sentía por aquellos años, con la amenaza cada vez más cercana del terrorismo –que en 1992 se materializaría en el atentado de Tarata-. Para el escritor, en aquel 1989, la llamada “Calle de las pizzas” era un lugar que “lucía un aspecto feliz y masivo”.
Para entonces, la zona comprendida dentro de la manzana que bordean las calles Óscar R. Benavides –conocida como Diagonal- y Bellavista y la primera cuadra de Berlín, ya era un “point” al que muchos acudían para comer, conversar o beber hasta la madrugada (cuando los toques de queda lo permitían). Algunos permanecían al lado de sus autos, con la música a buen volumen. Otros se sentaban en las mesitas colocadas en la puerta de los locales. Uno de ellos, según el historiador Juan Luis Orrego, era el mismísimo Raúl Porras Barrenechea, quien caminaba desde su casa en Narciso de la Colina, ubicada a pocas calles, para comer en La Pizzería de la Diagonal.
A pocos pasos, en el parque Kennedy de entonces, la oscuridad era cómplice de personajes dignos de un film noir, cuya diversión esperaba acechante la distracción o excesos de los demás.
“La verdad es que hicieron un prostíbulo en el centro de la ciudad”, nos dice con crudeza el alcalde de Miraflores, Luis Molina Arles. “Tuve 12 años como regidor y siempre he tratado de luchar por cambiar esa situación, pero no se pudo. Ahora, como alcalde, yo tenía previsto terminar con ese asunto. No solamente había prostitución, sino venta de cocaína y otras drogas, además de la proliferación de “peperas””, cuenta Molina, mientras recuerda cómo era el lugar en su juventud. “Yo soy del Champagnat, que está al lado, y terminé el colegio en el 66. En esa época yo podía venir tranquilo con mi familia a comer una pizza, que era lo que ya se vendía, o tomar un vinito. Todo era diferente, todo era familiar, hasta que pasaron los años y se degeneró totalmente. Ya no se podía ni entrar”.
Según la autoridad, en solo 120 días podrá notarse el cambio, cuando concluyan las obras. Se iniciaron el 17 de diciembre, con una inversión de casi 2 millones de soles, y están programadas para entregarse el 16 de abril. “Aunque ya estábamos cerrando locales y poniendo sanciones más estrictas, la pandemia terminó con todo de golpe. Muchos locales o han quebrado o se han retirado, por los meses que han estado cerrados. Mi preocupación era la reactivación económica, pero priorizando la salud pública. Ahora que se reabra, se va a notar la renovación de la oferta gastronómica con restaurantes de calidad”.
Visto así, es inevitable preguntarse, ¿Cómo llegaron a convertirse la calle San Ramón y el pasaje Figari en una de las zonas más peligrosas del distrito?
Habrá que sumergirse en la historia.
Muchachitos del ayer
Amplias áreas de cultivo, casonas que atestiguaron la Guerra con Chile –y vivieron para contarlo-, grandes parques y arboledas, faroles de gas incandescente alumbrando únicamente las calles principales. De vez en cuando una conversación al pasar podía oírse a lo lejos desde los zaguanes de ranchos y mansiones; de vez en cuando un cuculí volaba coqueteando; de vez en cuando el motor de un auto, máquina aún novedosa y sorprendente, susurraba un futuro posible. Mientras las sombras de los árboles cobraban vida bajo la luna de un cielo que no conoce smog, el sonido del mar golpeando las playas de piedras era el arrullo de noches serenas. Alamedas de ficus y pinos transcurrían sus madrugadas en silencio, como lo hacen quienes han sobrevivido a una guerra. Eso era Miraflores hace 100 años.
Pero Lima entera fue creciendo. Con ello, la población del distrito fue pasando de solo unos cientos, a mil, 5 mil o más de 10 mil con el paso de las décadas. Aunque el centro de Miraflores tenía entonces algunas calles trazadas de distinta manera, la ruta por la que pasa la que hoy es conocida como Diagonal, era trayecto ineludible hacia la bajada Balta y el mar. Pero mucho antes de que esa calle, la avenida Pardo o la Arequipa existieran, San Ramón ya estaba ahí. En planos de 1898 puede verse mencionada. En ese entonces, solo existía un puñado más de las que hasta hoy es posible recorrer: Porta, Alcanfores, Esperanza, Atahualpa, Schell o Larco, que tenía poquitas cuadras.
Fue, además -según nos cuenta el alcalde Luis Molina- un lugar particularmente afectado durante la Batalla de Miraflores en la Guerra del Pacífico. El ejército chileno destruyó, saqueó e incendió varias casas, tal como hizo con el Gran Hotel Miraflores, ubicado a pocos pasos, en su camino a la ocupación de Lima. “La calle San Ramón es parte de la historia del antiguo Miraflores que fue testigo de la heroica batalla del 15 de enero de 1881, la última defensa de Lima por parte de las tropas comandadas por Juan Fanning y los batallones de la Reserva formados por vecinos de la capital y Miraflores”, recuerda Molina. Posteriormente, la calle San Ramón se convirtió en uno de los símbolos de la reconstrucción del distrito, aún después del terremoto de 1940. Quién podría imaginar que, varias décadas después, serían otro tipo de fuegos los que complicarían sus noches. “Los locales habían tomado la calle San Ramón, hasta los árboles estaban atrapados. Ahí se vendía últimamente de todo, menos pizzas. Era un laberinto. Estando en Lima, los turistas preguntaban ¿Dónde hay drogas? ¿Dónde hay prostitutas? Y los mandaban allí”, cuenta el burgomaestre, indignado.
Con las manos en la masa
Ya durante el siglo XX, italianos y sus descendientes, como los casos de Giuseppe Larco o Juan A. Figari no solo se instalaron en el distrito, sino que fueron sus alcaldes. Poco después, Miraflores empezó a trazar sus calles definitivas y se fue convirtiendo en lo que conocemos hoy. Con su resurgir, aparecieron también algunos negocios, incluidos los de panadería o gastronómicos.
“Gracias al ferrocarril y al tranvía de principios del siglo XX, los ciudadanos que residían en la ciudad de Lima optaban por ir a las playas de Barranco y Chorrillos, La Herradura incluida, porque en ambos casos tenían acceso a los funiculares. Las playas miraflorinas empezaron a ser visitadas por turistas hacia mediados del siglo XX”, nos dice Fátima Rodríguez, vecina del distrito y conocedora de su historia, pues lleva adelante un conocido blog que incluye fotografías históricas y actuales, además de mapas de los principios del distrito.
Se hacía inevitable, tras el recorrido desde la orilla del mar, por los baños de Miraflores y sobre las piedras y terrazas floridas de la bajada Balta, detenerse en la ruta por una pizzeta o una bebida para recargar energías antes de volver a casa. Según ha contado a El Comercio Carlos Ramírez, gerente de Desarrollo Urbano y Medio Ambiente de Miraflores, en los años 30 y 40 del siglo pasado se construyeron en la hoy llamada “Calle de las pizzas” algunas casonas que siguen hasta hoy. Como es de suponer, tuvieron que servir de casco a forzadas remodelaciones “discotequeras”, impuestas por negocios hoy ya cerrados, que parecían intentar imponer silencio en las voces de un pasado más grato que aún pugnan por hacer eco en sus rincones.
En las calles miraflorinas de aquellos años, no era raro ver desfilar aún a lecheros, ropavejeros, afiladores de cuchillos, panaderos, turroneros, vendedores de revolución caliente o a los eternos heladeros, cuyas cornetas resisten hasta hoy. Era un tiempo en que los cines tenían funciones matineé, vermouth y noche en platea o mezzanine. Durante las siguientes décadas, los vecinos del distrito convirtieron varios locales en refugios ineludibles para el desahogo y la diversión, haciéndolos emblemáticos. Ahí estaban el restaurant Pancho Fierro, el Indianápolis del óvalo de Miraflores, el café Avant Garde, el Bar BQ del óvalo Gutiérrez, el Bowling de la Bajada Balta, los anónimos barcitos de la calle La Paz, La Casita de Schell, el Rincón Gaucho del Parque Salazar, el Pollo Pier donde solía haber más canchita que pollo, el Wolfie o el Mavery de la avenida del Ejército, el Tip Top o la pastelería Solari de Pardo, los helados Alpha de José Gálvez, el Ovni o el Bavaria de Diagonal, el Liverpool del paseo Ricardo Palma o los casi eternos Haití, Manolo, La tiendecita blanca, D`onofrio o La tranquera, por citar solo algunos.
A pesar de que hasta los años 80 aún pasaban algunos autos despistados por la calle San Ramón –como por la fachada de la Iglesia matriz y la municipalidad, en medio del parque Kennedy-, gracias a la proliferación de negocios de comida, las autoridades del distrito decidieron convertirla en una vía solo peatonal. Después de todo, una de las puertas de acceso y salida del colegio Champagnat –espacio que hoy ocupa la Universidad de Piura- daba a esa calle y era más seguro para sus alumnos que no pasaran autos por allí. Dicho sea de paso, los protagonistas de Los cachorros, de Mario Vargas Llosa, estudiantes de aquel colegio, deambulaban con sus picardías por toda esa zona. Pichulita Cuéllar era miraflorino. Judas, también.
Años más tarde, llegaron al parque y sus alrededores los hippies que vendían chaquiras, los artistas que vendían sus cuadros, los organilleros y sus monitos de la suerte, las gitanas que leían la “buenaventura”, los amigos de la noche. El sol regaba su luz de otro modo. Y de otro modo se acomodaban las sombras a su paso.
Mucho había cambiado desde que Jorge Bailey Lembcke escribiera en su libro “Recuerdos de un diplomático peruano” (1959), que Miraflores era una localidad que “…giraba sosegada y tranquila alrededor de la Alameda, de la Plaza, del Malecón Balta y de los baños, a los que acudía durante el verano el jefe de Estado como cualquier otro vecino del lugar, y la ciudad terminaba en la calle de los Pinos”.
El nuevo boulevard
“Miraflores le dice adiós a la calle de las pizzas”, sentenció un diario en el verano del 2019, asegurando que la “arteria donde predominaba el desenfreno nocturno se convertirá en un bulevar”. Ante tan fatalista titular, no solo los dueños de los locales se preocuparon: también lo hicieron las criaturas de la noche que pululan bajo sus faroles al margen de la legalidad. Y es que, en los últimos años, los pubs, bares, karaokes o discotecas que se habían instalado en la zona, convirtieron a las pizzerías que le dieron el apelativo en minoría o mera fachada para otro bar. Atraídos por esto, todo tipo de personajes pululaba por ahí, llevando inseguridad a toda el área, a pesar de los esfuerzos de las autoridades. Ladrones, peperas, bricheros, bebedores sin control que armaban incontrolables peleas –con algún disparo incluido-, prostitución, venta de todo tipo de drogas, con taxistas, jaladores y corrupción involucrados. Ellos parecían los verdaderos reyes de esos jirones. Eso, sumado al hacinamiento y tugurización de bares y discotecas, era una verdadera bomba de tiempo y un desafío a las normas de Defensa Civil.
Aquel enero del 19, 18 locales de ese sector fueron clausurados por transgredir las normas del distrito. Entonces, se desinstalaron los módulos de madera con que muchos de ellos habían invadido la vereda y absorbido las áreas públicas y peatonales. Ya entonces, los mejores tiempos de locales como Marcelino, pizza y vino, Don Rosalino, Don Pizza, el antiguo Tockyn o La Glorietta, eran recordados con nostalgia. Eso, a pesar de que cada vez que jugaba la selección peruana todos los presentes parecían uno solo, en sus alegrías y en sus penas. Tras la pandemia, todo cambiará.
Según la información proporcionada por el burgomaestre miraflorino, “la remodelación integral priorizará el sentido urbanístico, paisajístico, turístico, gastronómico y familiar que distinguió a ese lugar en el pasado”. Para esto, se convocó a un concurso a nivel nacional, que ganó un equipo de arquitectos liderado por Gladys Hishikawa Migita. Se intervendrán más de 1 500 m2, se ampliará el espacio para los peatones, se cambiará el pavimento y se instalará un sendero podotáctil para el tránsito y protección de personas con limitaciones físicas. Además, en el lugar se sembrarán y colocarán nuevas especies de plantas ornamentales con riego tecnificado. Contará también con una estructura metálica con diseño sol y sombra -similar a una pérgola-, con luminarias LED. Por otro lado, se uniformizarán fachadas y toldos de los locales y se colocará un tótem con información importante sobre la historia de esta emblemática calle. Será, en palabras del alcalde Molina, “Una obra paisajista, urbanista e inclusiva”.
Para mantener la seguridad, además de la instalación de tres cámaras en puntos estratégicos, habrá vigilancia y fiscalización permanente, sumado a un reglamento especial que los locales deberán acatar. “Mi promesa es una ciudad ordenada –nos dice Luis Molina-, que se mantendrá como ciudad turística y que tendrá un nuevo boulevard en la emblemática calle San Ramón, pero que será ahora familiar. A eso me comprometo. Y a no regresar, de ninguna manera, a lo que era antes.”
“Los que nos parecían grandes caserones, hoy al lado de edificios y frente a calles que se han angostado con dos filas de autos, se ven reducidas a viejas casitas. Parecen refugiadas de otra ciudad más apacible y condenadas a desaparecer inadvertidamente”, escribió, hace casi 50 años, Tomás Unger, célebre vecino del distrito y colaborador de este diario, en sus Crónicas Miraflorinas. Si la promesa del alcalde se cumple, al menos un rincón miraflorino no se irá, sino que reaparecerá con un nuevo entusiasmo. Y con muchas pizzas calientitas.
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