

Durante la Guerra de 1812, al presidente estadounidense James Madison se le ocurrió invadir Canadá, un territorio británico. La respuesta canadiense fue furibunda. En agosto de 1814, un ejército británico/canadiense marchó sobre Washington DC y quemó gran parte de la ciudad incluido el Capitolio y la Casa Blanca, la cual quedó en cenizas.
Las razones de Madison fueron claras, a diferencia del misterio que hoy motiva al presidente Donald Trump para iniciar una furiosa guerra comercial contra su aliado y cliente más grande.
Washington arde nuevamente. La incertidumbre creada por este proteccionismo agresivo y errático los ha puesto en riesgo de una nueva crisis económica. Solo los aranceles de 25% al aluminio y acero de Canadá, materiales claves para la industria, parecen el diseño malévolo de algún adversario. Trump ha impuesto y levantado políticas arancelarias a dedo volviendo locos a sus ministros, siendo el común denominador su hostilidad contra Canadá.
Bajo toda métrica su economía se está perjudicando y las encuestas sobre manejo económico le son cada vez más negativas. Pero al no querer dar marcha atrás, el presidente se ha atrapado a sí mismo en su propia telaraña pues ahora es probable que para evitar un alza inflacionaria tengan que caer en recesión.
El pretexto para este desbarajuste es la guerra contra el fentanilo y la inmigración ilegal, pero el porcentaje de esta droga que entra por la frontera norte es de sólo 0,2% y más inmigrantes ilegales cruzan hacia Canadá desde EE.UU. que viceversa. Es evidente que las razones para este ataque gratuito son en realidad ideológicas, imperialistas y además personales.
Trump es un admirador del presidente William McKinley, quien gobernara EEUU durante la ‘Edad Dorada’ del industrialismo a fines del siglo XIX. McKinley, su inspiración para una nueva Edad Dorada, anexó Puerto Rico y Filipinas, y lanzó guerras comerciales con aranceles contra sus socios, hasta que lo mataron a balazos en un teatro de Buffalo, ciudad fronteriza con Canadá.
La presidencia actual es más poderosa que en la época de McKinley, y Trump desea un EE.UU. desatado, libre de los controles y equilibrios del aparato estatal y las convenciones del siglo XX. Desdeña los ideales del superpoder benigno y es adepto a la idea arcaica que el país debe expandir su riqueza a través de la expansión de sus fronteras. Realmente cree que puede tomar Groenlandia ‘de una forma u otra’, y sí, anexar Canadá y convertirla en el estado 51.
Justin Trudeau, primer ministro de Canadá hasta hoy, está en lo cierto cuando dice que Trump quiere debilitar a su país para que luego sea más fácil de anexar. No obstante, ni el pueblo ni el Senado lo apoyan en esta idea descabellada y si considerando que el poder cuasi-absoluto le durará solo hasta las elecciones congresales del 2026, uno de los motivos de esta guerra comercial no es más que una fantasía del presidente.
Su visión de retornar al poderío económico de 1897 con técnicas del siglo XIX le hace pensar que el proteccionismo contra Canadá va a favorecer a su industria en el largo plazo. Pero no tiene el mandato, el apoyo ni el tiempo para lograrlo, muy aparte de sus cuestionables argumentos.
El otro de sus motivos es personal. Trump suele manejar las relaciones con otros países acorde a sus relaciones personales con los gobernantes de turno. Ucrania está viviendo actualmente las consecuencias de su aversión contra Volodimir Zelenski.
Por alguna razón, Trump tiene una fijación particular contra Trudeau, al punto que no tiene reparo en faltarle el respeto a todo Canadá cuando le dice ‘gobernador Trudeau del estado 51’, de forma similar a cómo Vladimir Putin trata al pueblo de Ucrania. ¿Será porque Trudeau es muy ‘woke’ o quizás porque lo pillaron hablando mal de Trump con el exprimer ministro británico Boris Johnson?
Lo cierto es que ni el pueblo de Canadá ni Trudeau han estado dispuestos a entrar en este juego y han respondido con una firmeza monolítica, cosa que ha elevado el respaldo popular al Partido Liberal. Esto permite que Mark Carney, quien asume este viernes 14 el cargo de primer ministro, pueda entrar con la pierna en alto confiado en encuestas que ahora lo favorecen gracias a las maniobras de Trump.
Carney es un tipo brillante, y es la última persona que Trump quisiera tener que enfrentar en una guerra económica. Proveniente de una zona rural pobre y remota de los Territorios del Noroeste, la región más pobre y remota de Canadá, Carney se hizo a sí mismo a través de Harvard y Oxford hasta llegar a ser un exitoso gobernador del Banco de Canadá y luego del Banco de Inglaterra durante el ‘brexit’. Pocos saben de economía y de crisis más que él.
El ataque a Canadá es la parte de la guerra comercial global de Trump que mejor ilumina sus intenciones, porque no hay inmigrantes ilegales, drogas, carteles ni puertos chinos que le den un respaldo creíble. Parece ser una mentalidad del siglo XIX y rencores personales aquello que lo motiva. La Guerra de 1812 comenzó precisamente por una serie de disputas tras una guerra comercial. Esta vez Mark Carney no podrá marchar sobre Washington ni quemar la Casa Blanca, pero ganas no le van a faltar de hacerlo con Mar-a-Lago.
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