Una veta de investigación cuantitativa de la última década busca averiguar si existe una relación entre la vigencia de los derechos de la mujer dentro de un Estado y las características distintivas de ese Estado. Apelando a la mayor base de datos sobre el estatus de la mujer en el ámbito mundial, una de esas investigaciones concluye que el mejor predictor de qué tan pacífico es un Estado no es su nivel de riqueza, de democracia o su identidad etnorreligiosa, sino qué tan bien trata a las mujeres.
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Ese tipo de investigaciones concluyen, por ejemplo, que los acuerdos de paz tienden a ser más duraderos cuando participan mujeres en las negociaciones. No existe, sin embargo, consenso sobre la causa de ese hallazgo. Así, algunos sugieren que, por su socialización distintiva (por ejemplo, su mayor dedicación al cuidado de la familia), las mujeres serían más proclives a buscar soluciones negociadas a conflictos de intereses. Otros consideran que esa asociación se explicaría porque las mujeres que participan en negociaciones de paz suelen ser no combatientes. Es decir, suelen pertenecer en mayor proporción a aquellos grupos de la sociedad que ni ejercen violencia política ni se benefician de ella, y son más proclives a padecer sus consecuencias.
Cuando, por ejemplo, las mujeres que participan en negociaciones son parte de los grupos contendientes, el efecto de su participación sobre la probabilidad de alcanzar un acuerdo de paz perdurable disminuye. Se trata de explicaciones complementarias, lo que dificulta el dilucidar el poder explicativo de cada una de ellas por separado. Pero ambas respaldan la recomendación de incrementar la participación de mujeres en negociaciones de paz (entre 1992 y el 2019 estas representaron solo un 13% de los negociadores y un 6% de los signatarios de los acuerdos de paz).
Estadística a la mano
Tal vez la investigación más ambiciosa en esta veta sea la de Hudson, Bowen y Nielsen, titulada “El primer orden político”. El título alude a la tesis de que el primer orden político en toda sociedad sería aquel que se establece entre hombres y mujeres. El libro establece un ranking de 176 países en una escala de 0 a 16 de lo que denominan “síndrome patrilineal/fraternal”. Se trata de un índice compuesto con base en una serie de variables, como el trato desigual en materia de derechos de familia y de propiedad, la poligamia, la preferencia por hijos varones (al punto de practicar abortos selectivos según el sexo del feto), entre otras. Las autoras aplican regresiones estadísticas para los 176 países, controlado por otras variables que pudieran fomentar conflictos en un país, como sus diferencias interétnicas o su historia colonial.
Aunque encuentran una relación entre ese síndrome y la probabilidad de inestabilidad política, admiten que ello no basta para hablar de causalidad en tanto no se cuente con suficientes datos longitudinales o con experimentos naturales. Dado que los experimentos naturales son inusuales cuando hablamos de todo un país, obtener datos longitudinales sería de utilidad en tanto estos permiten rastrear información para una misma muestra de casos en distintos momentos en el tiempo.
Esa investigación sugiere que el síndrome en cuestión existe en más de 120 de los países estudiados. Concluye que ese síndrome (que, en buena medida, mide la ausencia de derechos fundamentales para las mujeres en un determinado país), tiene una relación estadística significativa con una serie de problemas. Explicaría, por ejemplo, tres cuartas partes de la variación en el puntaje de un país en el Índice de Estados Frágiles que compila el Fondo para la Paz. Explicaría además cuatro quintas partes de la puntuación que obtiene un país en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (es decir, a mayor incidencia del síndrome patrilineal/fraternal, menor será la calificación de un país en ese índice).
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