Las noticias del conflicto ruso-ucraniano se suceden con pasmosa velocidad: ahí, un helicóptero es derribado; allá, Mariúpol tiembla bajo las bombas. Y uno quisiera creer que vale la pena guardar registro de tamaña violencia, pues será momentánea, seguramente, esporádica, el final no puede estar lejos. Pero la realidad es otra. Porque ni Washington, ni París, ni Londres, ni Berlín, ni Bruselas, ni mucho menos Moscú parecieran tener las llaves para resolverlo en el corto plazo.
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¿Y Beijing? Se ha preguntado todo el mundo. Y Beijing, aceptan a regañadientes en la Casa Blanca. Y Beijing, en efecto, tiene la clave. Aunque quizás no quisiera tenerla o, al menos, no quisiera tenerla de manera tan pública, descarnada, evidente. Es obvio que Xi Jinping no está contento. Vladimir Putin lo ha puesto en evidencia.
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Recordemos, sin embargo, antes de sumergirnos en los intereses contrapuestos del Partido Comunista Chino (PCCh), el legado de su último gran hombre. Deng Xiaoping: exitoso, envejecido, sabio. Se retiró de la palestra en 1989, admirado por haber devuelto a su país su grandeza y orgullo, y no sin antes de esbozar la estrategia de los 24 caracteres, o el camino de Beijing a la cumbre. Instruyó Deng, entonces, a los cuadros del Partido: “Observa con calma, asegura tu posición, afronta los asuntos con calma, esconde tus capacidades y aguarda el momento oportuno, mantén un perfil bajo, y nunca reivindiques el liderazgo”.
Estas no son letras menores. ¿No hicieron aquello, a grandes rasgos, Jiang Zemin, Hu Jintao e incluso Xi Jinping en sus primeros años? China es un dragón de garras afiladas y, sin embargo, el mundo lo cree pacífico. Y en Beijing, por cierto, promueven esa agenda: dicen abogar por la cooperación internacional, y por el respeto a la soberanía de los Estados, y por la inversión y el comercio justos como vía al desarrollo. ¿Y por cuánto tiempo más? Hasta que los requisitos enumerados por Deng se hayan alcanzado, es evidente.
Y la fecha no pareciera estar muy lejos: para el año 2050, por ejemplo, la Armada del Ejército Popular de Liberación se habrá transformado en la primera fuerza militar del mundo. Y si aquello queda muy lejos, hay algo más cerca: para el año 2030, según ciertos reportes de Inteligencia, de seguir concretándose los planes de expansión del Ejército Popular de Liberación y de la Fuerza Aérea y, especialmente, de su arsenal nuclear, Estados Unidos será incapaz de imponerse –por sí solo– en una confrontación militar con China.
Vladimir Putin lo tiene claro, por cierto. Y no visitó por gusto a Xi Jinping el pasado 4 de febrero, días antes de su invasión caprichosa, donde chinos y rusos compartieron fastuosas antesalas, cerrando acuerdos que –probablemente– tenían por entonces la finalidad de paliar las sanciones que vendrían: contratos de compra a Rusia de gas, de importantes cantidades de trigo, y en el marco de declaraciones contra la OTAN.
¿Sorpresa? Ninguna.
Habría que ser un completo ingenuo para creer que la invasión de Ucrania tomó a Xi Jinping desprevenido. Como habría que ser un completo ingenuo, también, para no reconocer la confusión que se apoderó del tradicionalmente sensato Partido Comunista Chino cuando dio luz verde a esta algarada que cobra ya ríos de sangre. Y es que es una completa contradicción estratégica. Pues Deng Xiaoping se refería a lo opuesto. O, en otras palabras: ¿cómo podría China mantener un perfil bajo, y asegurar su posición creciente, si el mundo la identifica, desde ahora, como el soporte de Moscú en sus abusos contra un Estado que apenas cuenta con fuerzas navales y aéreas?
La reacción ha sido unánime, y salvo regímenes deplorables como la tiranía de Maduro o la de Kim Jong-un, las capitales del mundo han reconocido en la violencia de Moscú el capricho de un solo hombre: el ‘viejo amigo’ de Xi Jinping, invitado estelar en la inauguración de las Olimpiadas de Invierno.
Ha nacido un nuevo orden entre los escombros de Ucrania. Un nuevo orden, inclusive para los chinos. Un nuevo orden, y de espaldas a la estrategia de Deng Xiaoping. Pues el camino a la cumbre de China se vuelve como él dijo delicado, todavía, y depende de múltiples variables. Como, por ejemplo, la puesta en marcha de la Iniciativa de la Ruta y el Cinturón: una red que desde su corazón en Beijing congregará a los pueblos europeos, asiáticos y africanos en un esfuerzo de infraestructura sin precedentes, volviendo hacia China los caminos que conducían antes a Roma.
Iniciativa de Xi Jinping, por cierto. E iniciativa que difícilmente podrá concretarse si, entre Rusia y Europa, como pareciera desearlo Putin se erige un nuevo telón de acero, una nueva frontera indisputable, a la altura del río Dniéper en el corazón de Ucrania.
¿Pensó Xi Jinping en esta posibilidad? ¿Cómo podrían desarrollarse los pueblos menos favorecidos por el milagro económico chino, es decir aquellos alejados del mar en los desiertos ventosos de Asia, si se interrumpe la globalización que tan desesperadamente requiere su industria?
Por otra parte, los bombardeos de Moscú han conseguido un verdadero milagro, como hace mucho no se veía en Europa: que Finlandia y Suecia abandonen su neutralidad pacífica y consideren unirse a la OTAN, y que por primera vez Suiza imponga sanciones a un tercer Estado, y que Alemania piense en su complejo militar libre del paraguas de Washington. ¿No es este un error de los chinos? ¿Es que interesaba a Beijing que Europa reaccione a su propia precariedad geopolítica? ¿Y que proteja aún más, y ciertamente para perjuicio de China, su avanzada tecnología de defensa?
Resulta sorpresivo, finalmente, que una organización tan dada a la planificación, tan dada a la frialdad metódica, como el PCCh, haya aceptado en esta aventura como interlocutor a un jefe imprevisible, que no depende de ningún poder que lo acompañe, proteja, corrija.
El Kremlin es Vladimir Putin. Sus políticas son sus anhelos. Sus éxitos, indudablemente, serán sus éxitos. Pero: ¿y sus fracasos? ¿Es que Rusia –en su conjunto– asumirá la ruina económica y los cadáveres si es que esta aventura revela, antes que las fortalezas, las debilidades de su complejo militar?
Dicen los libros que si un autócrata pierde una guerra, no será más un autócrata. Y como precedente, en todo caso, tenemos al último de los zares, y su fracaso militar contra Japón en 1905.
¿Podría ser Ucrania el Japón de Putin? De prolongarse esta sangría, nada es imposible. Una Rusia post Putin. Seguramente la estudian ya en Beijing.
*Rodrigo Murillo Bianchi, historiador, novelista y analista de política internacional.
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