Estás por leer un artículo de esos que deben llevar la advertencia de que puede herir tu sensibilidad, porque probablemente lo hará.
Es sobre los niños chimenea, quienes vivían en condiciones brutales trabajando como deshollinadores, una práctica notablemente extendida y socialmente aceptada durante mucho tiempo en varias partes del mundo.
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Sin opción de escape, los pequeños soportaban largas horas, tratos horrendos y condiciones de trabajo atroces.
Algunos, de tan sólo 3 años de edad, eran frecuentemente huérfanos o vendidos por sus padres pobres así que estaban a merced de sus amos o “maestros”, quienes los forzaban a desempeñar la labor a pesar de cuán peligrosa era.
Y lo era. Extremadamente.
A finales del siglo XVIII y en el XIX, la prensa británica a menudo contenía informes sobre la muerte de los que también llamaban “chicos escaladores”.
Algunos se caían de tejados o de estructuras de chimeneas; otros se quedaban atrapados en ellas y se asfixiaban; y hasta hubo casos de niños que fueron asados vivos tras ser obligados a meterse en chimeneas aún calientes o en llamas, para apagarlas.
Uno de esos trágicos incidentes ocurrió en Limerick, Irlanda, en 1846.
Michael O'Brien, de 8 años, murió atrapado en una chimenea cuyo hollín se había incendiado ese día.
En la investigación forense, Catherine Ryan, sirvienta de la casa, declaró bajo juramento que había escuchado al amo del niño, Michael Sullivan, ordenarle que la limpiara y, unos 15 minutos después, al niño gritar diciendo que se estaba quemando.
Cuando salió, “Sullivan lo agarró por la pierna y lo golpeó con un cinturón de cuero con tanta fuerza que el pequeño se arrodilló y dijo: ‘Iré a lo alto de la casa y bajaré por la chimenea’. Vi a Sullivan agarrarlo del brazo y llevarlo escaleras arriba; posteriormente, el niño fue sacado muerto de la chimenea”.
El Limerick y Clare Examiner reportó que hallaron su cuerpo “en un estado espantoso, con la piel muy quemada y desfigurada”, y que, tras la investigación, se emitió un veredicto de muerte accidental.
Ese era el veredicto usual, y sólo en unos pocos casos -como éste, por la opinión pública- eventualmente se culpaba a alguien.
Y no era sólo en Irlanda.
Aunque en lugares como Escocia y Rusia se empleaban métodos alternativos para ese quehacer -como bajar un cepillo con un peso atado a una cuerda por el humero o ducto de humos-, en Inglaterra, Francia, Bélgica, Suiza, Países Bajos y probablemente también en otras partes había niños deshollinadores.
En Italia se les conocía como spazzacamini, y en el norte de ese país entrenaban a huérfanos y mendigos para que trabajaran en el extranjero.
A su vez, en los inviernos de los siglos XIX y XX, familias empobrecidas de regiones suizas, como el cantón del Tesino en los Alpes, entregaban chicos de entre 8 y 15 años a maestros italianos para trabajar como deshollinadores en Milán u otras ciudades lombardas, en condiciones de semiesclavitud.
En Estados Unidos, tanto antes como después de la abolición de la esclavitud, los chicos que limpiaban las chimeneas solían ser afroamericanos.
Aunque las chimeneas existían desde la época del Imperio romano y en el Medioevo se adoptaron sobre todo en los castillos, no fue sino hacia alrededor del siglo XVI que se hicieron más populares.
La aristocracia y la burguesía empezaron a reemplazar con ellas el tradicional método de calentar sus hogares manteniendo una hoguera central de leña.
Pronto, la clase trabajadora también las adoptó.
Para quienes se dedicaban a limpiarlas, la demanda no hizo más que aumentar y, para los siglos XVII y XVIII, esa ya era una línea de trabajo plenamente establecida, imprescindible para prevenir incendios.
Solo que, cuando la mayoría de la gente dejó la leña a favor del carbón, el diseño de las chimeneas cambió: los humeros se estrecharon para crear mejor tiro.
El ducto estándar se redujo a 36x23 cms., pero los había más estrechos, hasta de 23x23 cms.
Además, con construcciones de más pisos propagándose para acomodar más y más gente en las ciudades, sobre todo cuando llegó la revolución industrial, esos ductos se multiplicaron y se conectaron para calentar más habitaciones en los edificios.
Sus recorridos podrían incluir dos o más ángulos rectos y tramos horizontales en ángulo y verticales.
Como resultado, las chimeneas se convirtieron en complejos y angulosos laberintos estrechos y negros que hacían más difícil la que se había tornado aún más indispensable tarea de limpiarlos.
De no hacerlo periódicamente, los pegajosos y altamente inflamables depósitos de hollín bloqueaban la chimenea y las viviendas se llenaban de humos tóxicos.
Pero, ¿quién cabía -y tenía la posibilidad de moverse- en esos escabrosos y retorcidos túneles verticales angostísimos?
Los pequeños deshollinadores entonces velaban por la vida y salud de sus empleadores, pero a un alto costo de las suyas propias.
Con edades que iban desde los cuatro años hasta la pubertad, sus cuerpos aún no desarrollados sufrían consecuencias como deformidad de los huesos.
La exposición intensa y constante al hollín y sus toxinas causaba desde problemas pulmonares, por inhalación, hasta dolorosas inflamaciones de los ojos y, en algunos casos, ceguera.
A menudo, las chimeneas en las que se tenían que adentrar todavía estaban muy calientes por un incendio, algunas aún en llamas, que quemaba su piel o algo peor.
Una piel que, aunque no sufriera por el calor, quedaba en carne viva tras las incursiones al interior de los estrechos ductos por la fricción.
Las heridas, llenas de hollín, se infectaban pues no las podían limpiar dado que, en el mejor de los casos, los dejaban bañarse tres veces al año.
De no ser lo suficientemente diestros, podían quedarse atrapados: sus rodillas bloqueadas debajo de su barbilla, sin espacio para liberarse de esta posición retorcida.
A los más afortunados, los lograban ayudar halándolos con una cuerda, pero si pasaba demasiado tiempo antes de que los socorrieran o los esfuerzos eran vanos, se afixiaban.
En esos casos de “muertes accidentales” la única manera de desalojar los cuerpos era quitando ladrillos.
Con consecuencias tan nefastas, los niños tenían que ser lo más fuertes y ágiles posible para sobrevivir.
Los que lo lograban, estaban en riesgo de sufrir después una afección común en la Europa del siglo XVIII, predominantemente en Inglaterra.
Se le conoció como “el cáncer del deshollinador”, comúnmente conocido como verruga de hollín, que atacaba el escroto y afectaba a los niños cuando llegaban a la adolescencia.
Muchos médicos pensaban que la causa eran las enfermedades venéreas que abundaban en la época, pero el cirujano británico Percivall Pott insistió en que la razón era otra.
En 1775, publicó un tratado mostrando una asociación estadísticamente significativa entre la exposición al hollín y una alta incidencia de cáncer escrotal en los niños chimenea.
Con eso demostró, por primera vez en la historia, que un cáncer podía ser provocado por agentes ambientales que actúan en el hombre como agentes carcinogénicos.
E identificó el primer cáncer industrial.
Todo esto hacía que el futuro de los niños deshollinadores fuera limitado: era poco probable llegar a la edad adulta y menos a la vejez.
La pesadilla no acababa cuando terminaban sus labores.
Sin padres que velaran por su bienestar ni leyes que los protegieran, los niños estaban a merced de extraños que los consideraban herramientas de trabajo.
Los maltratos físicos eran frecuentes y, generalmente, sólo les daban la ropa suficiente para que no estuvieran desnudos, pero no para protegerse del frío, ni cambiarse y evitar el contacto constante con el hollín.
Comían poco y dormían en la calle o algún sótano, arropados con la misma manta que usaban para recoger lo que removían de las chimeneas que limpiaban.
Pero su situación no era invisible para todos.
Sus vidas fueron exploradas en la literatura y la cultura popular con autores como el poeta británico William Blake y el escritor francés Victor Hugo atrayendo la atención de la opinión pública.
No obstante los esfuerzos de personas influyentes en todos los países en los que era aceptada esa forma de explotación infantil, tomó tiempo antes de que fuera prohibida.
En Reino Unido, por ejemplo, tras una campaña realizada en la década de 1760 por el filántropo Jonas Hanway, se promulgó en 1788 una ley especificando una edad mínima de 8 años para los deshollinadores.
Pero ni esta ni otras regulaciones se hicieron cumplir, hasta que que la muerte de un niño más dio el impulso para que se tomaran por fin las medidas necesarias.
George Brewster tenía 11 años cuando quedó atrapado en la estrecha chimenea de un hospital victoriano en Cambridgeshire.
Aunque derribaron una pared para llegar hasta él, murió poco después.
El 7° conde de Shaftesbury leyó sobre su muerte e impulsó un proyecto de ley en el Parlamento para poner fin al uso de niños como deshollinadores.
La ley de 1875 obligaba a los deshollinadores a tener licencia y registrarse ante la policía, lo que imponía la supervisión de las prácticas.
Así, finalmente, se terminó con la barbarie de los niños chimenea.
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