Olga ha dormido de lado en la litera de un tren que mide 60 centímetros de ancho. Le correspondían 30 centímetros, no se ha podido mover en toda la noche. Los otros 30 centímetros los ocupaba un hombre al que conoció esa misma tarde. “He tenido suerte”, dice en un mensaje de WhatsApp, “el hombre ha sido amable al querer compartir conmigo y hemos podido dormir un poco. Pero en el pasillo la gente ni siquiera se puede sentar. Están de pie, unos sobre otros, no hay sitio”. Olga, que no es su verdadero nombre, tiene 21 años y estudia en Eslovaquia Administración y Dirección de Empresas. Decidió hace una semana viajar a Mariupol, en la región del Donbás, en el sureste de Ucrania, para visitar a sus padres. No imaginaba que la iba a pillar la guerra.
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El viernes, un día después de que Putin iniciara su invasión a Ucrania, sus padres se enfrentaron a un doloroso dilema: quedarse en Mariupol los tres, escondidos en algún refugio cada vez que sonaban los tiros en las calles, o intentar subir a su hija a un tren para que huyera por Polonia hasta Eslovaquia. Ante el recrudecimiento de las explosiones, y las informaciones de que los tanques rusos estaban comenzando a acercarse a la ciudad, decidieron subirse los tres al coche y desplazarse a la ciudad vecina de Zaporizhya. Los rumores decían que era la única población con estación de tren abierta, la única del este del país de la que de momento salían los trenes con dirección a Lviv, en el oeste del país, la frontera de Ucrania con Polonia, con la Unión Europea.
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Durante los casi 250 kilómetros que separan Mariupol de Zaporizhya, Olga y sus padres no dejaron de ver tanques y automóviles blindados que iban en todas direcciones: unos a Zaporizhya como ellos, y otros a Mariupol. Todos eran tanques rusos.
Al llegar a la estación comprobaron que los rumores eran ciertos: estaba abierta, pero también abarrotada. Los trenes pasaban, pero nadie sabía cuándo vendría el próximo ni hacia dónde se dirigiría. Olga y sus padres se instalaron a esperar en el andén. Un solo movimiento del lugar podría suponer que lo ocupase otra persona y, en el caso de que llegase un tren, perder el posible asiento para poder huir de la guerra. Tras varias horas de espera, las luces del tren rompieron la fría oscuridad. Olga cuenta que el andén quedó en silencio a la espera de que el convoy se parase del todo. Entonces, comenzó el caos. Solo unos pocos afortunados tenían billetes para subir al convoy. El resto, como Olga, que no habían conseguido comprarlos porque estaban agotados desde hacía días, solo contaban con la esperanza de poder colarse, como fuera, en alguno de los vagones.
Los padres de Olga consiguieron empujarla por una de las puertas con su maleta y varios dólares en el bolsillo, por si tuviera que pagar un soborno a alguna azafata para que no la echase del tren a mitad del camino. A Olga la esperaba un viaje de más de 20 horas para recorrer la distancia de 1.000 kilómetros que separa Zaporizhya de Lviv. No sabía si iba a encontrar un hueco en el que sentarse, mucho menos, si lograría dormir. Pero, al menos, había logrado subir al tren.
Tras despedirse de sus padres, Olga supo por un mensaje que en Zaporizhya habían comenzado a sonar las sirenas antiaéreas. Sus padres, que planearon volver a Mariupol después de dejarla en el tren, tuvieron que quedarse más de dos horas en un refugio subterráneo a esperar a que pasase el peligro. Después se hizo de noche. Durmieron en el coche. El sábado por la mañana lograron ponerse en marcha y salir de la ciudad.
La conexión con Olga es inestable. A veces logra tener una señal de datos y contestar a las preguntas. Otras, la separan horas de silencio en las que solo se ve un tic en la pantalla que indica que no ha recibido los mensajes. A la pregunta de si se la puede llamar contesta que mejor no. “Hay muchísima gente en el tren, todos hablan muy alto, no me puedo mover del sitio por si me lo quitan”, escribe. La imagen que logra plasmar en sus mensajes recuerda a la que se ve decenas de veces en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial: niños sentados en el suelo del tren, muchas personas aguantando como pueden de pie todas las horas de viaje. En su tren, la mayoría de los pasajeros son mujeres, niños y ancianos. Los hombres se han quedado en los andenes porque saben que no les van a dejar cruzar la frontera. La ley marcial aprobada por el presidente ucranio Volodímir Zelenski les prohíbe abandonar el país y obliga a tomar las armas.
Dentro del tren, Olga asegura que cada uno colabora con lo que puede. La gente saca la comida que ha logrado traer consigo y la comparte con el resto de los viajeros. En algunas ciudades ucranias los supermercados llevan cerrados desde el día de la invasión. En otros, las estanterías ya están vacías e incluso Kiev empieza a tener problemas de desabastecimiento. Lviv, la ciudad a la que quiere llegar Olga, empieza a estar desbordada por los desplazados. Apenas 70 kilómetros separan a esa ciudad de Polonia y el país de la UE ya ha anunciado que prevé recibir en los próximos días entre uno y cuatro millones de refugiados ucranios. El plan de Olga es ir de Lviv a Polonia y de allí a Eslovaquia. Asegura que una compañera suya de carrera la está esperando en la ciudad, pero le dijo que si no lograba subirse al tren este viernes, se iría sin ella porque no puede perder más tiempo.
Cuando se le pregunta cómo van a ir hasta la frontera dice que intentarán buscar a alguien que las lleve en coche y, si no lo consiguen, lo harán andando. Según el cálculo de Google Maps, andar esos 70 kilómetros puede llevar hasta 15 horas de caminata.
En el tiempo en que se redacta este reportaje, Olga ya ha llegado a Lviv, se ha encontrado con su compañera y han intentado subir a otro tren, esta vez para cruzar la frontera con Polonia. No lo han conseguido. Ella no pierde la esperanza y dice que lo volverá a intentar en cuanto amanezca. La noche del sábado no tendrá que dormir en una litera de tren, pero sabe que su viaje de huida aún no ha acabado. En uno de sus últimos mensajes aseguraba que no tiene miedo de estar haciendo el camino ella sola. “El domingo estaré en mi residencia en Eslovaquia”, promete. “Y todos mis problemas habrán quedado atrás. Mi única preocupación es por mi familia. Yo me he ido a un sitio seguro pero ellos no”. Sus padres han decidido no marcharse. Después de subirla al tren, alguien tenía que quedarse cuidando de sus abuelos.
©Margaryta Yakovenko / EDICIONES EL PAÍS, SL 2022
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