Ese que se ve en la foto es el alminar de la mezquita Kutubía, uno de los más conocidos del mundo por ser símbolo de Marrakech, la ciudad que le dio el nombre al país que la alberga: Marruecos.
La mezquita está al suroeste de Jamaa el Fna, esa plaza repleta de cuentacuentos, puestos de comida, encantadores de serpientes, acróbatas, mercaderes y tanto lugareños como turistas, a cuyo alrededor todo gira en la llamada Ciudad Roja.
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Pero toda la alegría del lugar se frenó en seco en la noche del viernes 8 de septiembre, cuando un devastador terremoto hizo temblar la tierra en el centro de Marruecos.
Dejó cerca de 3.000 personas muertas, casi la misma cantidad heridas de gravedad y, según la ONU, unas 300.000 afectadas.
En el centro histórico de Marrakech, varias de las edificaciones construidas al modo tradicional se desmoronaron.
La emblemática Jamaa el Fna se tornó en algo semejante a un centro de refugiados y el flujo de turistas a la ciudad ha sido reemplazado por uno de socorristas.
Entre quienes han acudido respondiendo a la emergencia están también expertos de la Unesco, ya que toda la amurallada medina es Patrimonio de la Humanidad.
Y con sobrada razón.
Desde que en el siglo XI guerreros islámicos con velos en sus rostros para protegerse de la arena cabalgaron desde el desierto del Sahara a través de las montañas del Atlas y establecieron un imperio con Marrakech como su capital, la ciudad no ha dejado de ser un centro económico, político y cultural.
Esas tribus nómadas eran los almorávides.
Los unía una estricta interpretación del islam y la yihad contra los musulmanes rivales y luego los cristianos. Controlaban el comercio a través del Sahara y eran ricos en oro proveniente de África Occidental.
Fueron ellos los que evitaron que los cristianos gobernaran la España musulmana después de la caída de Toledo en 1085, ayudando a posponer durante 400 años la Reconquista.
Fue contra ellos que el caballero español El Cid luchó y perdió, dando luz a la leyenda sobre esos terribles enemigos que tenían que ser destruidos.
Pero quienes los destruyeron fueron los almohades, que venían de las montañas del Atlas, y gobernaron hasta 1269.
Es de esa época que data la mezquita Kutubía, con su minarete de 77 metros que es considerado una obra de maestra del arte magrebí y fue la inspiración de la Giralda, la torre campanario de la catedral de Santa María de la Sede de Sevilla, pues ese templo católico empezó siendo una mezquita, cuando la ciudad se llamaba Isbiliya y era la capital de Al-Ándalus (Andalucía) en la actual España.
También de esos primeros siglos quedan preciadas joyas, como la Kasbah, un distrito amurallado dentro de la medina que aloja el palacio real y los Jardines de la Menara, así como las murallas de la medina y varias monumentales puertas.
Maravillas como esas desafían la reputación de “ignorantes” y “poco sofisticados” que aparece en algunas fuentes árabes al referirse tanto a la dinastía almorávide como a la almohade.
A lo largo de la historia de Marrakech, se sumaron otras joyas, como las tumbas saadíes (siglo XVI), el Palacio El Badi (siglo XVI) y el Palacio de Bahía (siglo XIX), “cada una de las cuales podría justificar, por sí sola, un reconocimiento del valor universal excepcional”, destaca la Unesco.
La misma plaza Jamaa el Fna está inscrita en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial.
En resumen, “en las 700 hectáreas de la medina, el antiguo hábitat (...) representa un excelente ejemplo de ciudad histórica viva con su maraña de callejuelas, sus casas, zocos, funduqs (posadas), actividades artesanales y tradicionales”.
Marrakech, sin embargo, no siempre fue la ciudad imperial de Marruecos; a lo largo de los siglos, ese honor se lo turnaron Mequinez, Fez y Rabat.
Esta última fue escogida por los franceses en 1912 como capital de su protectorado, luego de lograr un tratado con los sultanes, que no pudieron evitar la imposición de un gobierno colonial ante el interés de las potencias europeas por adueñarse del norte de África.
Pero incluso bajo el dominio de Francia, Marrakech era tan propensa a revueltas de movimientos independentistas que la administración francesa no quiso lidiar con ella.
Se la entregó a Thami El Glaoui, uno de los señores de la guerra que estaba al frente de las tribus de las montañas del Atlas.
Lo nombraron “pachá (bajá o señor) de Marrakech” y le dieron carta blanca sobre la ciudad y el Marruecos Meridional.
El Glaoui no tenía ningún problema con colaborar con los franceses ni con ejecutar a nacionalistas y demás enemigos, y exponer públicamente sus cadáveres, o confinarlos en sus mazmorras.
Él, entretanto, vivía acorde con su cargo: como un pachá, rodeado de lujos y atendido por legiones de esclavos y un harén de 150 mujeres, como cuenta el autor británico Gavin Maxwell en “Lords of the Atlas”.
Había hecho su fortuna con aceitunas, almendras y azafrán.
Pero su gran empresa era el vicio: no sólo drogas sino también prostitución, un inmenso negocio que controlaba y le daba enormes ingresos.
Para darte una idea, se calcula que antes de la independencia, en 1956, unas 27.000 prostitutas registradas trabajaban en Marrakech, alrededor del 10% de la población.
Pero El Glaoui también fue un gobernante que supervisó muchos proyectos cívicos en Marrakech.
Construyó desde extravagantes palacios hasta el primer campo de golf de Marruecos, así como una hermosa estación de tren a donde llegaba la nueva conexión ferroviaria con Casablanca.
Fue durante su régimen que se levantó Gueliz, toda una nueva ciudad al estilo europeo adyacente a las murallas de la medina, con amplios bulevares bordeados de jacarandas, cafés, hermosos jardines y villas Art Déco.
Dentro de la ciudad roja, el legendario hotel La Mamounia abrió sus puertas en 1923.
Su nombre significa “refugio” y eso es en lo que se convirtió la ciudad para las élites del mundo, a pesar de la brutalidad del régimen del pachá de Marrakech, quien recibía a celebridades como Josephine Baker, Edith Piaf y Charlie Chaplin con lujosos banquetes en sus palacios y con lluvias de regalos.
Uno de sus amigos fue Winston Churchill, quien se enamoró perdidamente de Marrakech desde antes de ser primer ministro de Reino Unido.
La llamó “el París del Sahara” y para él, la ciudad era “sencillamente el lugar más bonito del mundo para pasar una tarde”.
Ni siquiera su apretada agenda durante la Segunda Guerra Mundial lo mantuvo alejado de esta ciudad.
Una de esas muchas bonitas tardes la pasó en la Villa Taylor, su retiro en la antigua ciudad, con el presidente de EE.UU. Franklin D. Roosevelt, tras convencerlo de tomarse un descanso de una cumbre en Casablanca con los jefes del Estado Mayor aliado en 1943.
Desde la parte más alta de la villa, los dos líderes se deleitaron con el momento mágico de la puesta del Sol, cuando los últimos rayos coloreaban los picos nevados de las montañas del Atlas.
Roosevelt, cautivado, dijo: “Me siento como un sultán”, contó la nieta del premier británico Celia Sandys en su libro “Travels with Winston Churchill”.
Churchill murmuró: “Es el lugar más hermoso del mundo”.
A casi todo le llega su fin, y el del poder de El Glaoui llegó cuando conspiró contra el sultán Mohammed V, que contaba con el apoyo de los nacionalistas marroquíes.
Con la independencia en 1956, el sultán se convirtió en rey, y El Glaoui se tuvo que arrodillar para que le concedieran el perdón. Murió poco después y fue vilipendiado como traidor a su pueblo.
El gran cambio político abrió las puertas a que aún más forasteros ricos y famosos o no tanto ni lo uno ni lo otro, visitaran la ciudad, ya fuera por unos días o hasta por años.
Su cercanía a Europa y su alquimia única del ajetreo urbano salpicado de exotismo, escape y unas gotas de magia, atrajo a una nómina de celebridades que difícilmente tenía par.
La historia de amor con Marrakech de una de ellas, Yves Saint Laurent, dejó rastro.
La visitó por primera vez en la década de 1960 y quedó prendado.
“Antes de Marrakech, todo era negro”, dijo una vez el diseñador.
“Esta ciudad me enseñó el color y abracé su luz, sus mezclas insolentes y sus ardientes inventos“.
Más tarde, compró y restauró el Jardín Majorelle que estaba en ruinas y a punto de ser demolido.
Era una obra de arte viva hecha por el artista orientalista francés Jacques Majorelle durante 40 años, con plantas de todo el mundo y una villa cubista pintada con el vivo color azul ultramar intenso que él mismo había creado y que lleva su nombre: azul Majorelle.
Hoy, el Jardín Majorelle está abierto al público y la villa es la sede del Museo Berber.
Aunque no dejaron una huella tan evidente, dos amigos de Yves St. Laurent se destacaban en la comunidad de expatriados de la época en Marrakech: el magnate petrolero estadounidense John Paul Getty Jr. y particularmente su esposa Talitha, quienes se establecieron en Le Palais Da Zahir.
“(Talitha) llegó como una ráfaga de viento, trayendo consigo un tornado”, le dijo la pareja de St. Laurent, Pierre Bergé, a L'Officiel en 2016.
La epítome de la bohemia y el lujo, convirtió su hogar, conocido como “el palacio de los placeres”, en una meca para el jet set internacional.
Los Beatles y los Rolling Stones pasaron una Navidad juntos en su compañía, y entretuvieron a famosos como Marianne Faithfull, Andy Warhol, Loulou de la Falaise y Ossie Clark.
“Un día que comenzaba con un picnic cerca de una cascada en las montañas del Atlas podía terminar con una cena para una casa llena de jóvenes amigos marroquíes y europeos –artistas, escritores, músicos y magnates– a la luz de velas envueltas en menta y pirámides de nardos”, escribió la destacada columnista de moda y editora en jefe de Vogue, Diana Vreeland.
Pero Marrakech no atraía solamente a glamurosas élites; se convirtió también en un imán para hippies y bohemios que llegaban en busca de sol, libertad y quizás un poco de libertinaje.
Esa tradición, como tantas otras en la ciudad, perdura.
Marrakech es el hogar cerca del hogar de miles de expatriados y jubilados europeos que buscan estilo de vida exótico pero envuelto en suficiente modernidad como para no marearse.
Su menos de un millón de habitantes recibe a unos 3 millones de turistas al año, entre ellos estrellas, desde Madonna, que celebró su 60° cumpleaños allá, hasta Cristiano Ronaldo y Robert de Niro, quienes decidieron construir sus propios hoteles en la ciudad, por mencionar a unos pocos de una larguísima lista.
Y así seguramente seguirá siendo, una vez se recupere de la terrible sacudida que sufrió en la noche del segundo viernes de septiembre de este año.
Por ahora, la tragedia humana es la prioridad.
Las heridas físicas y psicológicas tardarán en aliviarse, y darle techo a quienes lo perdieron es un paso necesario para la mejoría.
Pero también lo es, a su debido tiempo, preservar la historia de la ciudad.
Según la Unesco, que envió una misión para hacer un recuento de los daños...
- el minarete de la mezquita de Kharbouch, en la plaza Jemaa el-Fna, quedó casi completamente destruido;
- el minarete de la mezquita de Kutubía presenta serias grietas;
- varias casas del antiguo barrio judío de Mellah se han derrumbado;
- la famosa muralla de piedra roja del casco antiguo de la ciudad tiene numerosas grietas y agujeros.
Afortunadamente, Marrakech cuenta con un patrimonio intangible de artistas y artesanos que por décadas han preservado y restaurado su patrimonio tangible.
Por razones políticas, en sus primeros años, el protectorado francés realizó una campaña cultural en Marruecos que incluyó la creación de escuelas de artesanos en Marrakech para documentar y aprender los métodos medievales con los que se confeccionó la antigua ciudad.
Esa tradición artesanal ha cuidado la medina que tantos aprecian y ahora será fundamental para borrarle las grietas a ese pasado que seguirá encantando en el futuro.
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