“A las 2:00 de la mañana es que logro agarrar el sueño y me pasa mucho que me acuesto, cierro los ojos y revivo el momento en que estaba en el río y me despierto de golpe”.
“Justo ayer, mi hija, antes de acostarla, me dijo: 'Mamá, no quiero volver al río, no quiero más esa aventura'”, dice Lorena con la voz quebrada.
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Y es que esta venezolana, cuya identidad protegemos con un nombre ficticio, le tuvo que hacer creer a su hija de casi 3 años que la traumática experiencia que vivieron al cruzar la frontera entre México y Estados Unidos era “una aventura”.
“Fue espeluznante. Si hubiese sabido que eso era lo que nos tocaba vivir, jamás lo hubiese hecho, sobre todo después de leer el caso de la niña que murió ahogada. Me digo: ¿hasta qué punto arriesgaste la vida de tu hija, hasta qué punto eres egoísta, mal padre?”.
Lorena hace referencia a la niña de 7 años que murió este año cuando intentaba cruzar con su madre, también venezolana, el río Bravo para llegar a Estados Unidos, donde se conoce como río Grande.
“Yo pensaba que cuando la gente salía diciendo que era peligroso lo hacía porque, claro, nadie te va a recomendar que cometas un delito, pero es verdad, es un peligro, no es un pase dorado, no es el sueño americano, tu vida literalmente pende de un hilo”.
“No lo volvería a hacer y no le diría a nadie que lo hiciera. De hecho, le dije a una amiga que lo estaba considerando que ni lo intentara”.
Si bien reconoce que escuchó gente muy cercana que la alertaba sobre los riesgos, también recuerda a quienes hablaban de “buenas experiencias”.
“Pensaba: si a tanta gente le ha ido bien, si me lo pintan tan bien, tan chévere, ¿por qué me habría de ir mal a mí?”.
Y eso fue lo que la terminó convenciendo.
Lorena ya había emigrado.
Vivió varios años en un país sudamericano, pero cuando empezaba a tener estabilidad, se desató la pandemia y perdió su empleo.
Quedarse en ese país se volvió cada vez más complicado: “Empecé a escuchar lo del cruce de la frontera con Estados Unidos”.
De hecho, una persona vinculada con una agencia de viajes le dijo: “Sé de alguien que va a cruzar y va con una niña”.
A lo que Lorena respondió: “No, ni se te ocurra, yo no estoy tan mal, en Venezuela nos puede ir bien, no veo la necesidad de cruzar la frontera, ¿para qué? Ni en el peor de mis sueños”.
Regresó a su país junto a su hija, un familiar a quien llamaremos Pablo para proteger su identidad, y sus ahorros.
“Se oía que Venezuela se estaba arreglando, pero cuando llegamos la realidad era otra, Venezuela no se estaba arreglando”.
“Hay burbujas de gente que está medianamente bien, pero la mayoría lo que está es tratando de sobrevivir”.
La idea de irse volvió a fijarse en su mente y aunque no tenía claridad de cuál sería su próximo destino, había descartado Latinoamérica.
Con Pablo, comenzó a pensar en destinos y Estados Unidos se posicionó primero en la lista.
“Nos dijimos: ¿y si contactamos a alguien que ya lo hubiese hecho? Es que escuchaba de buenas experiencias, es decir, llevadas a cabo con éxito”.
“Lo que yo decía es que si Dios me lo pone es porque es para mí, en ese momento uno se lo deja al destino”.
Y así, entre “contactos”, “el amigo del amigo”, “el primo de”, textos, llamadas, “había averiguado por lo menos unos seis coyotes”.
Recuerda que entre ellos había venezolanos y mexicanos.
A Pablo no le gustaba ninguno. “Me decía que no les daban confianza. Le recomiendan una señora y se sintió más tranquilo con el hecho de que fuese una mujer”.
Esa persona se encargaría de coordinar el viaje y de orientarlos sobre qué hacer y qué decir en cada etapa del proceso.
De Venezuela, tomaron un avión hacía un país centroamericano y, allí, tomaron otro a Ciudad de México.
Al llegar al aeropuerto, presentaron una carta de invitación de un residente mexicano y una reservación de hotel pagada.
El viaje ocurrió antes de que el gobierno mexicano emitiera, el 6 de enero de este año, una normativa que impone una visa para los venezolanos que quieran ingresar a ese país como turistas a partir del 21 de enero.
“Nos hicieron unas preguntas, la muchacha siguió todo el protocolo migratorio y al final nos dejan entrar a México”.
“Cuando salimos del aeropuerto estaba un muchacho con nuestra foto, nos la mostró y nos dijo que venía de parte de la señora (la coyote). 'Los voy a llevar al hotel', nos dijo. Y nos fuimos con él”.
Y es que “hay que mandar una foto de cómo vas vestido para que los coyotes sepan”.
“Me di cuenta de que es una red muy grande, la persona con la que hablas, a la que le pagas, no tiene nada que ver con la persona que te cruza realmente”.
“Es como una red que subcontrata a estos carteles que están en la frontera y que son los que realmente se encargan de pasarte”.
La persona que salió a su encuentro en México les vendió un chip o tarjeta SIM para que se pudieran comunicar con ellos durante su estadía en México.
Al llegar al hotel los abordó un hombre que le dijo a Pablo que la dejara a ella y a la niña en la habitación y que él lo acompañara.
Pablo se fue a conocer a la coyote para que le explicara los pasos siguientes y a pagarle.
Al día siguiente, se enrumbaron a una ciudad fronteriza con Estados Unidos.
Al llegar, tomaron un taxi para llegar a un hotel donde les dijeron que se tenían que quedar.
“Lo primero que nos dijeron fue que no habláramos con nadie”.
“Bañé a la niña, me duché y después nos quedamos dormidos porque estábamos cansadísimos”.
Y el teléfono repicó: “Vístanse que ya los van a cruzar”, le dijo una voz seca. “Nos pusimos muy nerviosos”.
El sujeto les indicó que fueran a un lugar al que les explicó cómo llegar a pie.
“Te sientes en tierra de nadie”.
Se encontraron con un hombre: “Esperen por aquí, coman algo, no hablen con nadie”.
Mientras la niña quería jugar, Lorena trataba de controlar sus propios nervios y buscaba en su mochila -entre ropa, comida, pañales, medicinas- algún juguete para distraerla.
Tuvo que comprar otro y aprovechó para adquirir gorros y guantes porque le habían dicho que al caer la noche hacía mucho frío en esa zona.
La llamó otra persona que les dijo: “Párense en la parada de autobús. No hablen con nadie”.
Volvieron a recibir otro mensaje: “Súbanse en el autobús. No hablen con nadie”.
“Empieza a oscurecer, a pegar el frío, la bebé está muy inquieta, yo estoy cansada, pero muy alerta”.
“Por WhatsApp nos van dando las indicaciones”.
“No podíamos hablar, no se podían dar cuenta de nuestro acento venezolano. La niña quería jugar”.
Se bajaron donde les señalaron a través del celular y había un mexicano esperándolos. “Van a cruzar un río bajito”, les avisó.
Pablo no quería, él les había dicho desde el principio que querían caminar, “no ríos, por favor”.
Pero en ese momento les precisó que “si no había otra opción y nos iban a pasar por un río, que buscaran una lancha, una balsa”.
Y por eso tuvieron que pagar mucho más.
“Caminamos por un monte muy oscuro, entre muchos arbustos, no podíamos hablar”.
Tuvieron que esperar un rato hasta que llegó “la supuesta balsa, que parecía más un juguete que otra cosa”.
“Cuando nos montamos, se hundía, nos llenamos de agua y como pude, salté con la bebé y caímos en el lodo”.
“Este tipo se da cuenta de que estábamos podridos del miedo, nos asusta con que viene la migra mexicana y nos dice que hay que esconderse, pero después supimos que era mentira”.
“Nos metimos en el monte, no podíamos hablar. Imagínate explicarle a una niña de 2 años que no podía hablar, que estábamos en una aventura, que todo iba a pasar, que nos teníamos que quedar callados y esconder”.
“Veo que pasa una hora y digo: 'nos dejaron abandonados'. Estaba completamente oscuro y no podías prender ni una linterna”.
Pensaron en caminar y buscar algún lugar donde pasar la noche, pero decidieron esperar.
A la media hora, llegó otro sujeto, también mexicano, con la misma balsa.
“La niña no se quería volver a montar. Me decía: 'Ese barco no mamá, ese barco se hunde, no quiero ese barco, no me quiero montar ahí”.
“Y yo le decía: 'No mi amor, este no se va a hundir”.
Se montaron las dos, pero cuando se subió Pablo, se empezó a llenar de agua otra vez.
Aun así, el sujeto les dijo que tenían que subirse como fuese, que no había tiempo que perder.
Volvieron a intentarlo. “La bebé iba hablando y yo rezando. Y el hombre que conducía la balsa me decía: 'Calla la morrita (niña), cállala'”.
“Yo le decía a mi niña: 'todo va a estar bien, el señor lo está haciendo muy bien, tienes que hacer silencio'”.
“Él tenía una pala y cuando remaba, entraba agua a la balsa, y el agua estaba muy fría”.
“Cuando estábamos cerca de llegar, la corriente traía de regreso la balsa”.
“El hombre que estaba muy alterado nos decía: 'Agárrense de los carrizos', que son unas matas pegadas al lodo, pero cuando te agarrabas, con la fuerza, la mata se devolvía”.
“Yo me decía: 'Dios mío, yo no estaba tan mal, no había necesidad de esto'. Y me repetía una y otra vez que si hubiese sabido que eso era lo que tenía que hacer, no lo hubiese hecho”.
“Todo el trayecto pensé que nos íbamos a morir: o nos mata el frío o nos mata el río, nos ahogamos, no vamos a poder nadar, íbamos engripadas, hicimos todo ese trayecto teniendo covid”.
“Fue muy espeluznante porque es literalmente estar entre la vida y la muerte”.
Cuenta que mientras se le salían las lágrimas, le decía a su hija: “Shhh, estamos en una aventura, recuerda que no podemos hablar”.
“Se callaba y al rato me decía: 'Tranquila mamá, no llores que el señor sabe lo que hace, ya vamos a llegar, recuerda que esta es una aventura”.
Lorena me cuenta que “el río era muy hondo, muy amplio y largo”.
Le pregunto si sabe de qué río se trataba, pero no está del todo segura.
México posee tres cuencas transfronterizas en el norte: el río Bravo, el río Colorado y el río Tijuana.
Ambos países comparten una frontera de unos 3.100 km, que incluye cuatro estados de Estados Unidos y seis de México.
En medio de la oscuridad, Lorena dice que no lograba ver el muro, “es una parte muy peligrosa”.
“Cuando tocamos la arena, no podía creer que lo hubiésemos logrado”.
El guía los dejó y se fue de inmediato.
“Mi hija fue muy noble, cuando llegamos se puso a jugar con la tierra, con las piedras, estaba feliz. Me decía: 'Mami, viste que lo logramos, que el señor sí pudo, todo va a estar bien'. Ella me daba ánimo a mí”.
Y me repite: “Es una experiencia horrible”.
Estaban completamente mojados. “Cambié a la niña y empezamos a caminar”.
Vio una patrulla y pensó que era “la migra mexicana” y que los iban a devolver.
Pero se trataba de una unida del otro lado de la frontera; ya habían llegado a Estados Unidos.
“Yo no paraba de llorar. La única que estaba tranquila era mi hija, que me decía: 'Mamá tranquila, ya se terminó la aventura'”.
“Les explicamos que nos habían dejados abandonados en un monte y que un hombre nos había traído”.
“Esos funcionarios nos trataron muy bien. Nos llevaron a un refugio, donde nos recibieron con mucha amabilidad. Te ofrecen comida, te dan todo”.
Junto a su hija, la llevaron a una sección donde había otras mujeres con niños y a Pablo lo trasladaron al área para hombres de ese centro de acogida de inmigrantes.
“Mi hija les contaba a las otras señoras: 'Estuvimos en una aventura, estuvimos en un río y casi nos ahogamos'”.
Todos los gastos de la travesía, desde que salieron de Venezuela, incluyendo vuelos, el pago a los coyotes y otras “cuotas” que asegura fueron surgiendo a lo largo del recorrido, superaron los US$10.000 por los tres.
Me dice que su experiencia “no es la de todo el mundo”.
“Había muchas venezolanas, a la mayoría les tocó caminar por el desierto una hora, hora y media, otras caminaron por 15 minutos, hubo gente que me decía que los coyotes los acompañaron hasta el muro, otros fueron acompañados por coyotes armados, resguardándolos, que les daban agua; otros fueron transportados en vehículos particulares. Cada experiencia es muy distinta”.
“Yo llegué al refugio hecha un mar de lágrimas, pero ahí te encuentras con historias peores que la tuya, hay cosas que no se dicen, hay un cruce por la selva, hay gente que viene desde Panamá, en carretera, en autobuses”.
“Conocí el caso de una señora que cruzó y le mataron al esposo en la selva y vio violaciones de mujeres. Todo eso lo pasó ella”.
“Hay cosas que nadie te cuenta, escuchas casos terribles, algunos llegan sin uñas porque las dejan agarrando los arbustos, la tierra”.
“Y pienso: ¿en qué momento estuvimos tan desesperados que le pusimos nuestras vidas a gente de carteles a quienes tú no les importas, tú ya pagaste, tú no vales mierda, nada”.
“Y una vez que estás ahí no te queda más que seguir. ¿Qué más vas a hacer? Pensaba: en el río tengo 50% de probabilidades de ahogarme, pero el otro 50% lo tengo que usar para sobrevivir con mi hija”.
“En esta vaina, nadie me asegura nada, aquí nos van a matar y nadie se va a enterar de que nos mataron, estamos en plena frontera, aquí no hay nada”.
“Gracias a Dios, esto fue una segunda oportunidad de vida”.
Y lo vuelve a enfatizar:
“No le diría a nadie que lo hiciera, jamás”.
*Edición: Tamara Gil
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