Todos los días, a las 8:30 de la noche, un autobús se estaciona frente a la comisaría del distrito 12 de Chicago. Decenas de migrantes, en su gran mayoría venezolanos, se suben hasta llenarlo, pero no arranca.
A la mañana siguiente, se bajan exactamente en el mismo punto, y el autobús se va.
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Es una escena que se repite día tras día en varias comisarías de la ciudad.
Desde agosto de 2022, Chicago ha recibido más de 25.000 migrantes.
Los refugios de la ciudad pasaron de alojar unas 2.600 personas a principios de 2022 a más de 12.000 actualmente. Y alrededor de 1.250 migrantes más están esperando ser trasladados a uno.
“Superaremos esta crisis humanitaria y lo haremos juntos”, expresó el alcalde Brandon Johnson el pasado martes 28 de noviembre. “No podemos abandonar a las familias y dejarlas soportar el invierno solas”.
Con la llegada del invierno, los autobuses que se estacionan frente a algunas comisarías se han convertido en el único lugar seguro y caliente que muchos migrantes han encontrado para pasar la noche.
Yosnalver es uno de ellos. Desde que llegó a Chicago hace 4 meses vive en los alrededores de la comisaría.
Como es soltero y no tiene hijos, no cumple con los criterios de priorización que ha usado la ciudad para reubicar a los migrantes en refugios. Pasa el día frente a la comisaría, a veces jugando con un balón de baloncesto para quitarse el frío mientras espera que lo lleven a un refugio.
Aparte del autobús donde duerme Yosnalver, en el vestíbulo de la misma comisaría pernoctan otros 30 migrantes. El piso está lleno de colchonetas, cobijas y maletas.
La policía improvisó con unos conos y una cinta un estrecho pasillo por en medio de los migrantes para que las personas que visitan a la estación para hacer algún trámite tengan cómo llegar hasta los policías.
“No cabe un alma más allá adentro. Y aquí afuera el bus se pone colapsado en las noches. Intenté irme para una de esas carpas allá, pero el frío está caótico, no se puede”, cuenta Yosnalver.
Las carpas de las que habla están en un parque junto a la comisaría.
Hasta hace unas semanas, cuando la crisis alcanzó su punto máximo, también servían para resguardar a familias enteras.
Pero el frío hizo que esa solución se volviera insostenible y ahora permanecen vacías.
El viernes 24 de noviembre, la temperatura de la ciudad cayó por primera vez por debajo de los 0ºC, y en la semana pasada llegó a los –9ºC.
“Somos personas que queremos trabajar. No queremos estar aquí”, dice Yosnalver.
Eso mismo reiteraron todos los migrantes con los que habló BBC Mundo. El trámite para conseguir un permiso de trabajo es uno de los grandes cuellos de botella a los que se enfrentan.
Algunos de ellos se desplazan durante el día a tiendas de materiales de construcción con la esperanza de que los contraten en alguna obra o les den algo de dinero a cambio de cargar cajas.
Jesús, de 20 años, se rebusca la vida de otra manera. Compró una máquina para cortar pelo y ofrece sus servicios de barbero a los otros migrantes que viven en la comisaría por US$10. Una bicicleta hace las veces de silla.
Mientras le corta el pelo a Arquímedes, cuenta que llegó a Chicago luego de atravesar la selva del Darién. Dice que sueña con establecerse en la ciudad y no depender de la ayuda del gobierno.
La llegada masiva de migrantes a Chicago, en su gran mayoría venezolanos, comenzó en septiembre del año pasado.
Sucedió cuando el estado de Texas, adonde muchos migrantes llegan luego de cruzar la frontera con México, empezó a enviar autobuses llenos de migrantes a las llamadas ciudades santuario, como Nueva York, Washington y Chicago, gobernadas por demócratas.
En las ciudades y los estados santuario las autoridades no persiguen estrictamente a las personas que están en una situación migratoria irregular y les ofrecen alguna ayuda.
Kathleen Arnold, directora del programa de Refugiados y Migración Forzada de la Universidad DePaul, explica que los gobernadores de estados republicanos como Texas, “están llevando a los migrantes forzadamente con información errónea o sin darles mucha opción” a ciudades como Chicago.
Dos de los migrantes con los que habló BBC Mundo dijeron que organizaciones en Texas les regalaron los billetes de avión de avión para llegar a Chicago.
Varios otros contaron que escogieron llegar a Chicago porque habían escuchado que era una “ciudad santuario” y “había trabajo”.
El panorama al que se enfrentan hoy no cumple sus expectativas.
Robinson, por ejemplo, llegó a Chicago hace 7 días. Un amigo le había dicho que lo podía recibir, pero no fue así.
La mujer que venía a su lado en el avión en el que viajó a la ciudad le contó que en el aeropuerto O’Hare había un refugio para migrantes.
Desde entonces, Robinson no ha salido del aeropuerto. Dice que le da miedo perderse porque no conoce el lugar y no sabe inglés.
La estación de autobuses que queda en la terminal 1 del aeropuerto, justo en frente del Hotel Hilton, se ha convertido en uno de los improvisados hogares temporales de los migrantes.
Unas cortinas negras que van de piso a techo están instaladas cuidadosamente para que los transeúntes del aeropuerto no puedan ver donde duermen los migrantes.
A mediados de octubre, el lugar llegó a alojar a 900 personas.
La ciudad ha trabajado a gran velocidad para construir nuevos albergues y evitar que los migrantes tengan que seguir viviendo allí.
Pero mientras unos van siendo reubicados en refugios, otros, como Robinson, llegan.
Las cifras más recientes hablan de unos 150 migrantes viviendo actualmente en O’Hare.
Richard, de 31 años, y Linda, de 32, ya llevan dos meses ahí. Le cuentan a BBC Mundo que, hace semanas, el área delimitada por cortinas negras no daba abasto. Había familias con niños que tenían que dormir afuera, sin privacidad y esencialmente en medio de una sala de espera.
A pesar de que al aeropuerto suelen llegar donaciones de ropa de invierno, como chaquetas y botas, Richard lleva puesto apenas un saco de algodón y chanclas con medias. Con esa ropa, solo puede salir a la calle unos minutos.
“Ahorita no tenemos (chaquetas). Hay personas que no tienen la mejor educación, entonces es mejor que ellos agarren (la ropa que traen los donantes) y, si pelean, que peleen entre ellos”.
Richard hace parte de una minoría que es elegible para obtener un permiso de trabajo, porque cruzó la frontera por uno de los puntos de ingreso autorizados para quienes buscan asilo en el país.
Aún así, no tiene el dinero necesario para pagar un abogado y el trámite del documento.
Cuando BBC Mundo le preguntó a uno de los empleados de limpieza del aeropuerto si el refugio ha impactado de alguna manera su labor, responde escuetamente: “Hay más trabajo”.
Chicago tiene una larga historia como ciudad receptora de migrantes. En la primera mitad del siglo XX, decenas de miles de familias afroamericanas llegaron del sur del país huyendo del racismo y buscando un mejor futuro en una de las grandes ciudades industriales de la época.
Muchas familias hispanas, sobre todo mexicanas, también poblaron barrios como Brighton Park y Little Village, rebautizado La Villita.
Pero hace mucho tiempo que Chicago no vivía una afluencia de migrantes como la que está ocurriendo desde hace un año.
Por eso, su capacidad para atenderlos está completamente desbordada.
La situación en los refugios tampoco es fácil.
Rosnay, una mujer de 36 años, vivió un mes y medio en la comisaría del distrito 10 de Chicago hasta que finalmente fue trasladada a un refugio.
En la comisaría vendía cigarrillos y, con eso, había conseguido mandarle algo de dinero a uno de sus hijos que está en Venezuela.
“No he podido vender más cigarrillos, porque en el refugio venden demasiado”, cuenta.
“La comida no es buena. Entonces me vengo para acá (a la comisaría) para poder comer”.
El estado de Illinois ha destinado US$160 millones específicamente para ayudar a alojar y reubicar a los migrantes. Pero la situación ha llegado a un punto tal que las autoridades anunciaron que no podrá mantener los beneficios que estaba dando y que los recortarán significativamente.
Por ejemplo, a Andris, quien llegó en mayo a Chicago con su esposo y su hija menor, el gobierno le está pagando la renta del apartamento donde vive desde hace tres meses y se la pagará durante tres meses más.
Pero no es el caso de quienes llegaron recientemente.
El 16 de noviembre, el gobernador de Illinois, J.B. Pritzker, anunció que, para los nuevos beneficiarios, esa ayuda ya no se dará por seis sino por tres meses.
Y quienes llegaron a Chicago después del 17 de noviembre, como Robinson, ya no son elegibles para recibir ayuda para pagar la renta. A ellos, la ciudad solo les dará el derecho a quedarse en un refugio durante 60 días.
Aunque están en el mejor de los tres escenarios, ni Andris ni su esposo tienen permiso de trabajo aún, así que no han logrado reunir dinero suficiente para pagar la renta.
A pesar del recorte sustancial de los beneficios, entidades públicas, organizaciones sin ánimo de lucro, iglesias y donantes particulares están uniendo esfuerzos para lograr lo mínimo: que los migrantes puedan pasar el invierno protegidos del frío.
En Chicago, el invierno no solo implica temperaturas promedio por debajo de los 0ºC, sino que no hay ninguna barrera que proteja a la ciudad de los vientos helados que llegan del lago Michigan, por lo que la sensación térmica suele ser varios grados más baja.
“No podemos permitirnos que nadie en nuestra hermosa ciudad se congele porque no supimos cómo resolverlo”, dice Karina Ayala-Bermejo, presidenta del Instituto del Progreso Latino, una organización sin ánimo de lucro que apoya a los migrantes latinos en la ciudad.
El alcalde de la ciudad anunció el 28 de noviembre que 17 iglesias empezarán a acoger migrantes que se están quedando en las comisarías y el aeropuerto.
Sin embargo, estas iglesias alojarán a 350 personas en total, muchas menos de las que esperan un refugio.
El pastor John Zayas recibió a unas dos decenas de migrantes la semana pasada en una de las dos sedes de la iglesia que lidera.
Su rutina como líder espiritual ha sido reemplazada por conversaciones con el alcalde, la prensa y los migrantes.
Frederick Fret, director del programa Nuevos Vecinos de la ONG cristiana Centros Nueva Vida, lleva ya casi un año trabajando para ayudar a los migrantes a encontrar un refugio y luego un lugar donde vivir permanentemente.
“El reto más grande es que, si sacamos a 100 de un distrito (una comisaría) para meterlos en un refugio, llegan 300 más”, le cuenta a BBC Mundo.
Centros Nueva Vida está ayudando a 125 familias cada semana a dejar los refugios y conseguir una vivienda. Además, en dos semanas van a abrir un nuevo refugio y, en tres, esperan ampliar su capacidad para reubicar a 275 familias semanalmente.
La urgencia de la situación ha obligado tanto al gobierno como a los activistas a expandir sus capacidades más rápido que nunca con los recursos limitados que tienen.
“Seguimos esperando fondos adicionales por parte de la administración Biden y continuaremos abogando para que el gobierno federal responda a esto como una crisis humanitaria, dirigiendo fondos no solo a los estados de la frontera, sino también a ciudades de reubicación como Chicago”, agrega Ayala-Bermejo.
La asistencia que les han brindado la ciudad, el condado y el estado a los migrantes no ha estado exenta de controversias.
En ningún lugar es tan evidente la oposición por parte de algunos habitantes a los esfuerzos de Chicago para refugiar a los migrantes como en el inmenso solar en medio del barrio Brighton Park donde se está construyendo a toda velocidad un nuevo refugio para 2.000 migrantes.
En un solo día, se levantó toda la estructura metálica de la primera de las carpas aptas para el invierno que se ubicarán allí. Estará lista para recibir migrantes en cuestión de días.
Jacquelyn y Beverly llevan semanas manifestándose en contra de la construcción del refugio y le cuentan a BBC Mundo que incluso fueron detenidas por la policía.
“Es una amenaza para la gente que vive aquí. Es muy preocupante cómo se va a defender la gente, cómo se va a sentir segura saliendo de sus casas”, dice Jacquelyn mientras sostiene un letrero que dice en inglés “las leyes no aplican para los ‘solicitantes de asilo’ recién llegados”.
Uno de los principales reclamos de los manifestantes es que se destinen US$65 millones para construir el refugio y más de US$90.000 al mes para pagar la renta del solar.
Eduardo, conductor mexicano de Uber en la ciudad, expresa otro reparo: “Cuando yo crucé (la frontera) en 1988, no había pasado un día cuando yo ya estaba trabajando”.
“Hay personas que llevan aquí 20 o 30 años y no pueden conseguir un permiso de trabajo, el gobierno americano no les da la oportunidad. Y el coraje que tienen es que a ellos (los nuevos migrantes) les dieron el permiso y ayuda económica”.
Por lo pronto, un refugio como al que se le oponen Jacquelyn y Beverly es lo que más desea Yosnalver, el joven que duerme en el autobús frente a la comisaría del distrito 12.
“Nos merecemos esa oportunidad de estar en un hogar digno, donde tengamos refugio y podamos bañarnos”, dice. “Aunque seamos inmigrantes, aunque no seamos de este país, somos seres humanos, también sentimos, también tenemos necesidades”.
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