Cuando Carlitos abrió los ojos sintió una mezcla de felicidad y preocupación. Había superado momentáneamente el miedo a las agujas para recibir la primera inyección contra el coronavirus, pero se encontraba rodeado de militares. Para todos los presentes se trataba de un trámite más, pero no para él: sus papeles no lo acreditaban como residente de Estados Unidos.
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De hecho, es por eso que, para este artículo, ha preferido inventarse un nombre y pidió que no se mencione en que parte del país se encuentra.
La semana pasada, Carlitos estuvo en otro centro de vacunación, solo que acompañando a su novia. Ella sí tiene los papeles en regla. La diferencia entre ambas experiencias salta a la vista: el lugar era más pequeño y, mientras la esperaba en el auto que alquilaron, vio a varias personas de la tercera edad caminando lento hacia unas tiendas de campaña blancas, y a algunos hijos ayudando a que sus padres tuvieran todos sus documentos a la mano.
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Cincuenta minutos después, su novia regresó al carro. Ella le contó que, en dos ocasiones, le pidieron sus documentos: una identificación y que demostrara haber rellenado un formulario por internet. Cuando entró al coliseo, le indicaron qué enfermera le pondría la dosis. Caminó hacia ella y se paró a su costado. Lo que siguieron fueron preguntas sobre su salud (si tenía problemas en la sangre, si se había puesto otra vacuna en las últimas dos semanas, etc.), mientras que otra persona le pidió volverse a identificar y mostrar los datos de su seguro. Luego el pinchazo, la espera de 15 minutos para monitorear si tenía alguna reacción adversa, y salió.
Ese día, Carlitos escuchó atentamente y lo único que le quedó claro fue que le tocaría vivir otra experiencia. La forma en la que opera cada Estado y condado es distinta, así que no habían certezas. ¿Cómo haría para identificarse y demostrar que era residente? ¿Qué pasaría si su cuerpo tenía reacciones inesperadas?
Al llegar a su casa, la novia de Carlitos se sintió mal. Le dolía todo el cuerpo. La cabeza le molestaba. Su brazo estaba notoriamente hinchado. Se tomó un Tylenol (paracetamol) y se echó a dormir. La reacción no les sorprendió: en internet habían leído que una persona necesitó tres días para superar los malestares.
¿Él la pasaría igual de mal?
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UNA NUEVA ESPERANZA
La llegada de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos significó, entre otras cosas, que la política de una vacunación universal se hiciera evidente. A diferencia de la gestión anterior, ahora sí había algo de confianza en que no se olvidarían de los indocumentados.
“Sentimos, como administración, que garantizar que todas las personas en los Estados Unidos, también los inmigrantes indocumentados, por supuesto, reciban acceso a una vacuna porque es moralmente correcta –declaró Jen Psaki, secretaria de prensa de la Casa Blanca a finales de febrero-, pero también garantiza que las personas en el país también estén seguras”.
Por eso fue que Carlitos, durante semanas, trató de averiguar cómo y qué podía hacer para vacunarse. La respuesta la encontró luego de huaquear en internet y descubrir un PDF, que daba luces sobre el tema en el Estado en el que vive.
Según el documento, podía acceder a las dosis si es que probaba ser residente y, para demostrarlo, bastaba una carta firmada por alguien y llenar un cuestionario. Y para que lo vacunaran pronto, debía probar su sobrepeso con otro formulario. Para estar seguro, llevó un sobre manila que había recibido por correo y cortó un pedazo de una caja de similar procedencia: en ellos se anotaba su nombre y dirección. Adentro, guardó los documentos impresos.
Su cita para la vacuna estaba programada para las 7:30 p.m., pero decidió salir temprano de su casa para evitar las largas colas que había visto en las noticias. Con un nuevo auto alquilado, llegó cerca de las 5 de la tarde a un enorme coliseo y se estacionó en uno de los cientos de espacios libres. Le fue imposible no pensar en el Jockey Plaza de los primeros años.
Para ahorrarse el estrés de la espera, decidió bajar. Se puso una KN95 y encima una mascarilla simple de color azul, vistió su casaca verde y guardó el sobre manila abultado debajo de su brazo derecho. Carlitos empezó a toser, una forma en la que su cuerpo reacciona a los nervios, pero tomó aire y continuó. “Nadie me vio ni me escuchó”, pensó, y siguió caminando mientras veía a personas jóvenes y de la tercera edad acerándose al coliseo.
Al entrar, un hombre desparramado sobre una silla le dijo algo que no comprendió. Le estaba preguntando si era su primera o segunda dosis. “The first one”, respondió y le indicaron que siguiera por un camino resguardado por siete militares veinteañeros que jugueteaban entre sí como si fuesen escolares. Al acercarse, uno de ellos le impidió el paso y sacó un termómetro azul en forma de pistola que apuntó a su frente. Un sonido después, y le indicó que podía continuar.
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Adentro se sintió en una feria de trabajo con poca afluencia, en la fila vacía de un parque de diversiones pasado de moda. Había que dirigirse a una mesa –con un gran telón rojo detrás que impedía ver el resto del lugar– en la que varias personas revisaban los documentos de los asistentes. Una mujer afroestadounidense de gran sonrisa le pidió que mostrara su ticket de atención en el celular y que se identificara con su licencia de conducir. Él dijo que no tenía, pero que podía dar su pasaporte. ¿Se había equivocado? Cuando se lo aceptaron, tembló: si revisaban el documento sabrían que no era del lugar, que era un peruano con visa de turista. Para su sorpresa, en cuestión de segundos, le dijeron que avanzara.
Carlitos respiró profundamente y siguió por uno de los caminos dispuestos por sogas.
Al bordear el primer filtro, se quedó perplejo: vio una gran cancha de básquet llena de mesas largas y personas caminando apuradas de un lado para otro. “Como mínimo habían 70 –cuenta–. Le pregunté a una de las que trabajaba en el lugar y me dijo que, diariamente, atienden entre siete mil y diez mil personas, y que una de esas mesas puede inocular a 100”.
Cada mesa la componían dos funcionarios: un militar o un civil que se dedicaba a verificar los datos de las personas a través de una computadora, y una enfermera, quien se encargaba de poner la vacuna.
Quizás acostumbrado a las formas peruanas, Carlitos puso su mejor cara para que la interacción sea amigable, pero jamás logró que las personas que lo atendieron mostraran algún gesto de amabilidad. Por el contrario, el encargado de revisar sus datos detuvo a la enfermera cuando esta le preguntó en qué brazo quería recibir la inyección. “Tus datos no aparecen en el sistema”, le dijo arrogantemente.
El hombre –un muchacho rubio de mirada seria que parecía estar juzgándolo– giró su pantalla y le demostró que no estaba registrado. Carlitos no se amilanó y respondió: “Es que has puesto mal mi nombre”.
“Porque a veces uno no lo toma en cuenta, pero muchos gringos no saben hablar o escribir en español. Por eso, después de la inyección, el hombre me mostró mi tarjeta de vacunación y me pidió confirmar mi nombre. Aun así, siento que esa persona se dio cuenta que yo no era de allí y no estaba muy feliz con eso”.
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A Carlitos lo mandaron al área de espera, pero se confundió e ingresó a donde preparan las vacunas. El encargado del lugar notó que estaba perdido y se le acercó. No le llamó la atención, sino que muy gentilmente le indicó que la zona de descanso era por otro lado y lo acompañó.
“Pero pude ver cómo un grupo de civiles acomodaba las vacunas, las sacaban de las refrigeradoras y las preparaban para que las enfermeras solo se encargaran de inyectarlas. Recordé las fotos que circularon durante la elección presidencial que mostraban a las personas contando los votos por correo. Era lo mismo, solo que, con agujas y frascos que contenían las dosis, y sin mayor protección o vigilancia”.
En su mano izquierda, Carlitos sostenía un papel pequeño que decía la hora en la que le habían aplicado la vacuna y que tenía que esperar quince minutos. A las 6:15 p.m. podría salir del lugar, solo media hora después de haber ingresado.
En la sección de espera, casi todas las personas tenían enterradas las cabezas en el celular, impávidas ante lo que sucedía a su alrededor. “Así es el mundo de hoy –pensó–. El mundo se cae a pedazos y la gente bien sentada riéndose de lo que ve en Instagram”.
Él no tiene plan de datos en su celular, pero igual lo sacó para tomar un par de fotografías. Lo hizo con miedo porque un letrero decía que estaban prohibidas. Casi todo lo que tomó salió movido.
Al frente suyo, dos parejas de la tercera edad compartían su aburrimiento. Unos vivían en esa ciudad, los otros habían llegado de un poco más lejos, pero del mismo Estado. Una de las señoras renegó de no haber recibido la vacuna de Johnson & Johnson, porque esa aparentemente solo necesitaba de una dosis. Otra le dijo que, por lo menos, así se volverían a encontrar dentro de 21 días. Cerca de ellas, dos paramédicos bostezaban. Uno sacudía las manos sin saber qué hacer con ellas. Su compañero leía un libro grueso cuyo título no se alcanzaba a leer. Ambos se desparramaban sobre las sillas.
Pasados los quince minutos, Carlitos se les acercó. “La cantidad de personas que presentan efectos secundarios es mínima –le contestaron–. Y, cuando pasa, se trata de un dolor de cabeza o de brazo, pero nada tan complejo que no se quite rápidamente”. Pero Carlitos estaba mareado. Tenía que manejar de regreso a su casa y no estaba seguro de poder hacerlo. No le quedaba otra. Se quitó la mascarilla, se puso el cinturón de seguridad y avanzó. La inyección lo había golpeado, pero nada para preocuparse. Él y su novia celebraron con un beso y un largo abrazo, y así se fue a dormir.
El día siguiente fue terrible. Seguía mareado. Carlitos atinó a terminar rápido con su trabajo y, ni bien acabó, se metió a la cama. Fue solo a las siete de la noche, 24 horas después de la inyección y con el brazo hinchado, que se sintió mejor. ¿Vivirá lo mismo dentro de 21 días cuando le toque regresar por su segunda dosis?
Ese día, un par de amigos peruanos le escribieron porque estaban por subirse a un avión con destino a Texas y Nueva York, ambos con sus familias. Ellos le contaron que otras personas se habían encargado de hacer las gestiones para que recibieran sus dosis de la vacuna contra el coronavirus, y querían saber qué sabía del tema. Carlitos se alegró por ellos y les contó toda su experiencia. “A eso se le dicen turismo de vacuna –anota–. Me gustaría tener dinero para que mis papás también vengan a Estados Unidos y se vacunen, pero ni aun así… Ni siquiera tienen visa, así que no tiene sentido imaginar ese escenario”.
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