La primera maniobra de Donald Trump en contra del resultado electoral fue presentar 62 demandas ante tribunales de justicia: las perdió todas. Incluso aquellas planteadas ante jueces elegidos por su propio gobierno. La Corte Suprema, por ejemplo, desestimó los casos que llegaron a esa instancia sin tomarse siquiera la molestia de redactar un fallo formal: hablamos de una corte en la cual seis de sus nueve integrantes fueron nominados por presidentes republicanos, incluyendo a tres que fueron nominados por el propio Trump.
La segunda maniobra fue conseguir que las autoridades políticas y electorales en los estados gobernados por republicanos revirtieran el triunfo de Joe Biden, sea eligiendo ellos mismos a los delegados estatales ante el Colegio Electoral o, simplemente, haciendo fraude. Por ejemplo, en aquella conversación telefónica que Trump sostuvo con el secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, en que le pide, literalmente, que “encuentre” unos 12.000 votos para cambiar el resultado de ese estado en su favor. Su correligionario Raffensperger no solo se rehusó, sino que habría sido quien filtró la grabación de la conversación a la prensa.
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Trump también destituyó a su propio secretario de Defensa con la presunta intención de nombrar a alguien dispuesto a declarar la Ley Marcial, involucrando en el proceso a las Fuerzas Armadas. Pero el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, el general Mark Milley, ya se había pronunciado indicando que su institución no tendría participación alguna en el proceso político. Ante el riesgo de que Trump intentara involucrar a los militares en su esfuerzo por aferrarse al poder, los diez exministros de Defensa aún vivos (incluyendo a proverbiales halcones conservadores como Dick Cheney y Donald Rumsfeld), emitieron un pronunciamiento. En este señalaban que el resultado electoral ya era incuestionable bajo la Constitución, advirtiendo que “cualquier funcionario civil o militar” que se prestara a las maniobras de Trump “tendrá que rendir cuentas por ello, incluyendo la posibilidad de enfrentar cargos penales”.
La última maniobra a la que apeló Trump fue el intento de intimidar a los parlamentarios de su propio partido y al vicepresidente, para que estos no ratificaran en el Congreso el triunfo de Biden. Parte de su estrategia de intimidación fue convocar el día mismo en que debía producirse la ratificación a sus seguidores a una “gran protesta” que habría de realizarse frente al Congreso. Su convocatoria a través de las redes sociales concluía en forma ominosa: “¡Estén allí, será algo salvaje!”. Y vaya que lo fue. No pudieron, sin embargo, impedir que el Congreso ratificara la victoria de Biden con la anuencia del vicepresidente y del líder de su propio partido en el Senado.
Agotada esa retahíla de maniobras fallidas, la pregunta pendiente es cuál será la relación futura de Trump con el Partido Republicano. El que tantos correligionarios que jamás lo habían criticado lo abandonasen a último minuto parece revelar, cuando menos en parte, un cálculo político (¿por qué, si no, quienes hasta el mismo 6 de enero sostenían que Biden ganó con fraude cambiarían de opinión en cuestión de horas?). En el 2016, los republicanos controlaban la presidencia, el Senado y la Cámara de Representantes, pero en el 2021 han perdido control de los tres, algo que no ocurría desde 1892.
La mayoría entre las bases del Partido Republicano sigue respaldando a Trump: según una encuesta de YouGov, el 64% de los votantes republicanos creían que el Congreso no debía ratificar el triunfo de Biden. Pero algunos líderes republicanos parecen suponer que ello estaría empezando a cambiar: por ejemplo, ese 64% de republicanos contrarios a la ratificación de Biden es inferior al 77% que, en diciembre pasado, creía que las elecciones habían sido fraudulentas. Aunque incluso si esa previsión fuese acertada, el riesgo sería que Trump retenga suficiente respaldo como para escindir el Partido Republicano, formando una fuerza política leal a su persona.
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