Fue la estrella lo que los convenció de que por fin habían hallado lo que tantos, tantas veces, habían buscado.
Se trataba de la legendaria región de Ofir, de donde, según la Biblia, provenían gran parte de las piedras preciosas, plata, marfil, sándalo y toneladas de oro con las que el rey Salomón (974-937 a.C.) pudo cumplir la promesa de Dios a David: construir un templo para albergar el Arca de la Alianza.
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La misma tierra de la que, según se dedujo en la Edad Media, los Reyes Magos procuraban sus metales preciosos.
En pos de eso, 150 hombres zarparon en dos naves, una de ellas apropiadamente llamada “Los reyes”, desde el puerto de Callao, Perú.
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Era el 19 de noviembre de 1567 y la expedición se aventuró por el sur del inmenso océano Pacífico, hasta entonces inexplorado.
Partieron estimando que tras recorrer unas 2.000 millas llegarían a su destino, pero no fue sino hasta que navegaron más del triple de esa distancia que, el sábado 7 de febrero del nuevo año, finalmente divisaron un lugar prometedor.
Llevaban 81 días de viaje, pero tendrían que esperar otros dos pues no encontraron dónde atracar hasta el lunes.
“La isla estaba rodeada de bajos y únicamente se podía entrar por un estrecho. Según [el capitán Álvaro de] Mendaña, en ese momento apareció una estrella que les indicó el camino a seguir”, le cuenta a la BBC el académico y filólogo Juan Gil.
¿Qué mejor confirmación de que habían llegado hasta la isla del rey Salomón y los Reyes Magos que ver un astro resplandeciente como el que orientó a Melchor, Gaspar y Baltasar en su camino a Belén?
Aunque nunca con su ubicación precisa, la bíblica Ofir aparece varias veces en el sagrado libro.
Así que para los europeos no había duda de que existía, y con cada nueva exploración renacía la esperanza de localizarla.
Tras no atinar en África, el sueño se movió al oeste, con el descubrimiento de que había otros mundos en esa dirección.
“Cristóbal Colón creyó hallarla en la Española, y todo lo demás fue seguir la estela de Colón”, señala Gil.
Y América prometía.
Cuando aparecieron los tesoros de México y Perú, esa ilusión peregrina cobró fuerza, particularmente al ser sustentada por escriturarios de la talla de Benito Arias Montano, uno de los autores de la Biblia Políglota, quien alegaba que etimológicamente, el “ophir” en hebreo se había mutado hasta convertirse en “pirú” o Perú.
Pero para mediados del siglo XVI circulaba también un rumor de que en el Pacífico, frente a las costas del antiguo Imperio inca, existían unas islas fabulosamente ricas, que se especulaba eran las bíblicas del rey Salomón.
Esto se mezclaba con la teoría de Pedro Sarmiento de Gamboa (1532-1592), un soldado y navegante español que se convirtió en la principal autoridad en leyendas e historia incas, quien sostenía que esa sociedad tan desarrollada y rica no era nativa de Perú, sino que procedía de una tierra al oeste que los exploradores no habían podido encontrar porque habían seguido los vientos y las corrientes dominantes demasiado hacia el norte.
Sus ideas persuadieron a don Lope García de Castro, virrey de Perú, quien apoyó la idea de un viaje de exploración, pero quiso que su sobrino, Álvaro de Mendaña de Neira, de 25 años, la dirigiera, con Sarmiento como el segundo al mando.
Fue así como se concretó la expedición que salió a buscar lo que por tanto tiempo había estado perdido en un océano que jamás había sido surcado.
Y a esa isla a la que arribaron le dieron el nombre de Santa Isabel de la Estrella, por la santa patrona del viaje y por la estrella que al final los guió.
A pesar de los buenos augurios, la estadía en la isla fue tan difícil que a los tres meses, tras reparar las naves, la tripulación votó por regresar a Perú.
Mendaña volvió de las que fueron llamadas Islas Salomón por quienes más tarde recibieron noticias de su viaje y trazaron un mapa de su descubrimiento; tan grande era la anticipación por su éxito y tan penetrante la leyenda de Salomón.
Aunque llegaron con historias de un exótico lugar hasta entonces desconocido por sus compatriotas, no trajeron las anheladas riquezas, así que Mendaña recibió pocos elogios por lo que se percibió como un viaje fallido.
Pero eso no le restó las ganas de repetir el periplo, solo que a su regreso, cuenta Gil, “se encontró con que su tío había sido sustituido por el virrey Don Francisco de Toledo, que estaba enemistado con su tío, con lo cual mientras Toledo fue virrey, Mendaña no pudo hacer nada”.
Pasaron casi 30 años antes de que pudiera volver.
“Para entonces, Mendaña era un hombre ya mayor y no logró imponerse a sus hombres”, dice Gil, quien editó el libro “En demanda de la isla del rey Salomón”, obra que contiene las relaciones de las tres expediciones que se hicieron a las islas en la época.
Más que bitácoras, que detallan el rumbo, velocidad, maniobras y demás accidentes de la navegación, las relaciones son informes de lo que aconteció.
La voz principal es la de Pedro Fernández de Quirós, quien fue piloto en la segunda expedición de Mendaña, 1595-1596, cuya misión era establecer una colonia en las islas Salomón, por lo que los cuatro barcos llevaban 378 hombres, mujeres e hijos (incluida la esposa de Mendaña y otros miembros de la familia).
Para Quirós, escribir la relación fue “una forma de describirla a su manera y de defenderse, presentándola como si él fuera completamente inocente y la culpa fuera de los demás”.
Y es que “la expedición en realidad fue un fracaso”.
Mendaña se equivocó varias veces al declarar que habían llegado a su destino antes de tiempo; cada vez que ponían píe en una isla -primero Las Marquesas de Mendoza y luego Santa Cruz- trataban cruelmente a los nativos; había constantes disputas internas y el caos parecía reinar.
Finalmente, una epidemia de fiebre le quitó la vida a Mendaña, y el mando de los barcos recayó en Quirós. Aunque no por mucho tiempo.
“Los habitantes de la isla, que eran muy aguerridos, le estaban dando a los españoles mucho que hacer. Inicialmente estaban muy contentos de ver a los españoles, pero cuando se dieron cuenta de que se querían quedar, se rebelaron ante la idea”.
Quirós, pese a todo, se quería quedar, “pero a sus hombres les parecía imposible, así que lo encerraron en su camarote, y llevaron de vuelta el barco a Acapulco”.
“Las otras naves fueron a Nueva Guinea y a Manila, bajo el mando de la esposa de Mendaña, Isabel Barreto, quien había heredado el título de adelantada (persona al mando de una expedición marítima, que de antemano tenía el gobierno de las tierras que conquistara)”.
“Es una historia tan interesante que el novelista inglés Robert Graves escribió una novela, 'Las islas de la imprudencia', basada en ella”.
Pero este no era el final.
“Quirós estuvo en dos expediciones y, para salvarse el pellejo, cuenta las dos”.
En 1605 Quirós logró que el rey de España le patrocinara otra expedición, esta vez con el propósito de encontrar y reclamar para la corona española y Roma la Terra Australis, un continente hipotético que según el filósofo griego Aristóteles debía existir pues la Tierra tenía que estar equilibrada.
En este viaje lo acompañó el otro autor de las relaciones incluidas en “En demanda de la isla del rey Salomón”: Diego de Prado, quien, como el continente que fueron a buscar, le hace contrapeso a la versión de Quirós.
“Son dos relaciones muy diferentes: la de Prado es más directa y más alegre. Por primera vez, en ella se oye reír a los españoles y a los indígenas a carcajadas, algo extraño porque generalmente en las relaciones españolas, de sentimientos se habla muy poco”, señala Gil.
“Cuenta que el jefe de los indígenas de Nueva Guinea, tras ver cómo los españoles mataban un cerdo con un arcabuz, trató de imitarlos, pero en vez de disparar, lo que hizo fue un ruido: ¡bum!, y todos los indígenas empezaron a reírse.
“En otra ocasión, los españoles se estaban preparando pues pensaban que los naturales del lugar los iban a atacar cuando de repente vieron unos pájaros levantarse y no pudieron evitar la risa al ver que los había asustado una bandada de aves en unos cañaverales”.
A pesar de que la idea era viajar en dirección sur, en busca de ese continente austral, “cuando Quirós llegó a los veintitantos grados de latitud sur, desistió”.
“Es un hombre muy enigmático; realmente no se ve por qué no continuó la expedición que prometió. Y en su relato, Diego de Prado dice que en ese momento: 'Hacia el sur se veían tres nubes muy grandes, dos de ellas blancas y una negra'.
“Claro -subraya Gil-, los Tres Reyes Magos: dos blancos y uno negro”.
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