Toda la isla de Irlanda, del norte al sur, desde los bastiones unionistas a los republicanos, recuerda con afecto y respeto la contribución de la reina Isabel II a la paz en esta esquina de Europa, foco durante siglos de la opresión británica y la violencia sectaria.
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La muerte de la monarca este jueves a los 96 años deja sobre todo un gran vacío entre la comunidad protestante norirlandesa, huérfana ahora de uno de sus símbolos más queridos, del ancla que aseguraba la permanencia de la provincia británica en el Reino Unido.
Es el fin de un reinado de 70 años, el de una Windsor que nació solo cinco años después de la creación de Irlanda del Norte tras la guerra de independencia, que dejó la isla dividida entre esa jurisdicción, de mayoría protestante, y la nueva República de Irlanda, estrictamente católica.
Un siglo después, el Ulster es un lugar muy diferente. El proceso de paz lanzado en 1998 ha silenciado a las armas y la vía democrática ha dado alas a la comunidad nacionalista, que en breve podría convertirse en la más numerosa de la región.
Por primera vez en su historia, el Sinn Féin, antiguo brazo político del ya inactivo Ejército Republicano Irlandés (IRA), fue el partido más votado en las últimas elecciones autonómicas y ya prepara las bases para convocar un referéndum sobre la reunificación de Irlanda.
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El unionismo pierde su símbolo
En este contexto, el unionismo protestante atraviesa momentos de incertidumbre y confusión, más aún cuando acaba de perder a un referente como Isabel II, el pegamento de su preciada alianza con la corona británica.
Pero también en el resto de la isla de Irlanda se echará de menos la figura conciliadora de la reina, que en los últimos años dio pasos decisivos para avanzar en la reconciliación de las dos comunidades enfrentadas y en la normalización de las relaciones entre Dublín y Londres.
La propia líder del republicano Sinn Féin en Irlanda del Norte, Michelle O’Neil, dedicó un elogioso tributo a la reina tras su muerte.
“Le estoy agradecida personalmente por su significativa contribución y sus decididos esfuerzos para promover la paz y la reconciliación entre nuestras islas”, dijo en un sentido homenaje.
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“A través del proceso de paz, ella lideró con su ejemplo construyendo relaciones con aquellos de nosotros que somos irlandeses y que tenemos una lealtad y aspiraciones políticas diferentes a la suya y la de su Gobierno”, añadió.
Isabel II se ganó el reconocimiento de los irlandeses durante su histórica visita de Estado en 2011, la primera de un monarca británico a la República desde su independencia del Reino Unido en 1921.
Y lo hizo no solo con gestos, tan habituales en una reina conocida por sus significativos silencios, sino también con palabras que no dejaron dudas sobre el sincero arrepentimiento por el dolor causado en este país.
En su primera tarde en Dublín, la soberana depositó una corona de flores en el Jardín del Recuerdo y se inclinó sobre el monumento que honra a los caídos en el Levantamiento de Pascua de 1916, la semilla de la guerra de independencia que fue sofocada a fuego y sangre por el Ejército británico.
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La reina pide perdón a Irlanda
Junto a su esposo Felipe, el fallecido duque de Edimburgo, también visitó el estadio Croke Park, templo del nacionalismo irlandés y escenario del primer “Domingo Sangriento”, en el que las fuerzas de la corona asesinaron a 14 civiles en 1920 durante un partido de fútbol gaélico.
No obstante, la reina se guardó su mejor carta seductora para el banquete de Estado que le ofreció la entonces presidenta irlandesa Mary McAleese en el castillo de Dublín, el centro de poder del imperio británico en Irlanda.
Allí, se levantó de su silla y comenzó su discurso en gaélico, con un “A Uachtaráin agus a chairde” (“Querida presidenta y amigos”), una sola frase a la que una sorprendida McAleese respondió con un “guau”.
Después, la reina recordó a “aquellos que han sufrido como consecuencia de nuestro turbulento pasado”.
“Con el beneficio que da la retrospectiva histórica -prosiguió-, todos podemos ver que hay cosas que desearíamos que se hubieran hecho de manera diferente o que no se hubieran hecho en absoluto”.
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Fue, sin duda, una disculpa en toda regla. En otras circunstancias, esas palabras, salidas de un político británico, hubiesen causado revuelo entre la comunidad unionista. Pero era Isabel II.
Subida al carro de una popularidad sin precedentes, la reina dio un paso más el año siguiente con un gesto cargado de simbolismo, con un cara a cara con el entonces viceministro principal norirlandés, líder del Sinn Féin y excomandante del IRA Martin McGuinness.
La monarca, vestida con el color de la isla Esmeralda, llegó a estrechar la mano de McGuinness, exdirigente de la organización terrorista que asesinó en 1979 a su primo Lord Mounbatten, el tío abuelo preferido del nuevo rey Carlos III.
El nuevo jefe de Estado británico, Carlos III, será ahora el responsable de continuar el trabajo de reconciliación lanzado por su madre, en un momento en el que el Brexit ha deteriorado las relaciones entre ambos países y es la comunidad protestante norirlandesa la que se siente asediada.
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