La BBC revela cómo la cultura de complicidad y negación oculta la verdadera escala del abuso sexual clerical en Italia.
Un impactante caso investigado a fondo expone cómo los abusadores de la Iglesia católica pueden escapar de la justicia.
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Lo llamaremos “Mario”. Se aleja un poco mientras nos damos la mano, todavía claramente incómodo con el contacto físico. Y ante mi primera pregunta: “¿Cómo estás?”, que esperaba lo ayudara a soltarse para conversar, inmediatamente se derrumba.
“Esta entrevista me está regresando a todo”, tartamudea, apenas capaz de pronunciar las palabras entre sus lágrimas.
Mario nunca antes había hablado con un periodista sobre lo que él llama su “esclavitud sexual” a manos del sacerdote de su infancia.
Nuestro viaje nos llevará desde el horrible testimonio de Mario hasta confrontar a su abusador cara a cara y, finalmente, buscar respuestas de aquellos que han permitido que el sacerdote continúe celebrando misa hasta el día de hoy.
La suya es una de las innumerables historias de abuso sexual clerical en Italia, país que nunca ha enfrentado adecuadamente este flagelo. A pesar de tener el mayor número de sacerdotes de cualquier país y la sede de la Iglesia católica en su patio trasero, Italia no mantiene estadísticas oficiales sobre el tema y no ha llevado a cabo una investigación pública.
A la sombra del Vaticano, los pecados de Italia están ocultos bajo un velo de oscuridad.
“Por supuesto, me dijeron que era un secreto”, recuerda Mario, “entre él, Jesús y yo”.
Ese secreto fueron, dice Mario, 16 años de horribles abusos que soportó desde los 8 años, llevados a cabo por un sacerdote llamado Gianni Bekiaris.
Un resumen del caso realizado por la abogada de Mario, que incluye muchos detalles demasiado gráficos para contarlos, describe la primera violación en 1996 como “premeditada”. Bekiaris reservó una habitación de hotel con una cama individual para ambos. Posteriormente, según los periódicos, Mario quedó “con dolor y sangrando... llorando en silencio”.
Más tarde, Bekiaris les dio a los padres de Mario “un regalo” de un cartel que mostraba dónde estaba el hotel -en el que se dice que tuvo lugar la violación- debajo del cual había escrito la fecha y la hora de ese momento, así como las palabras: “En recuerdo de los dos días que pasamos en el frío de las montañas”.
Era, al parecer, una conmemoración distorsionada del crimen y una señal de cómo el sacerdote manipuló a un niño emocionalmente vulnerable, beneficiándose de la tensa relación de Mario con su padre.
Los expedientes alegan que Bekiaris amenazó a Mario para que se callara, “diciéndole que lo que pasó... también fue culpa del niño”.
“Cuando crecí, les pidió a mis padres que si podía ir a dormir a su casa”, recuerda Mario. “Estuvieron de acuerdo, aunque recé para que no lo estuvieran”.
Sus padres, sin darse cuenta del horror que pasaba, estaban ingenuamente orgullosos de que un importante sacerdote valorara a su hijo. El trauma llevó a Mario a las drogas, al colapso psicológico y a repetidos intentos de suicidio.
“Me robó el dulce ser que yo solía ser”, dice Mario. “Y las pesadillas... mis sueños son sobre guerras con Kalashnikovs y granadas de mano”.
Al final, después de abrirse a un terapeuta, Mario se embarcó en la búsqueda de Justicia. Su primer paso fue acercarse al superior de Bekiaris, el obispo Ambrogio Spreafico. El obispo Spreafico inició un juicio bajo la ley canónica, la reglamentación jurídica de la Iglesia católica que trata problemas internos.
El veredicto que obtuvimos de ese juicio de derecho canónico muestra que los jueces encontraron a Bekiaris “claramente culpable de las acusaciones formuladas en su contra” y que, aunque cuestionó algunos detalles del abuso, “admitió haber cometido el delito”. Incluso hizo un pago de 112.000 euros (US$127.000) a Mario.
Pero el panel no expulsó al sacerdote, como pidió Mario, sino que optó por prohibirle de por vida “administrar sus deberes con menores”.
Desilusionados, Mario y su abogada presentaron una denuncia penal ante la policía italiana.
Los documentos que hemos visto de este segundo juicio revelan que los jueces “no tenían dudas sobre la veracidad de las acusaciones”, lo que no deja “ningún lugar para la absolución del acusado”.
Pero bajo el engorroso sistema legal de Italia, el caso había prescrito, lo que significa que Bekiaris no podía ser condenado.
El caso ilustra el atolladero de obstáculos legales que han encapsulado los casos de abuso sexual en Italia, privando a los sobrevivientes -el término que la mayoría prefiere a “víctimas”- de justicia.
El estatuto de limitaciones de Italia, que empieza cuando se comete un delito en vez de cuando se denuncia, está siendo actualmente reformado para evitar que se utilice para obstruir o entorpecer un proceso legal, pero la reforma no es retroactiva.
La abogada de Mario, Carla Corsetti, dice que el límite de tiempo ha obstaculizado innumerables casos de abuso sexual debido a los años que les toma a los sobrevivientes procesar mentalmente el crimen.
Y, agrega, cuál es el problema es más profundo: la Constitución de Italia y el Pacto de Letrán de 1929, firmado por el entonces dictador Benito Mussolini, que le dio al Vaticano autonomía legal de Italia. Esto le da efectivamente al clero capacidad para invocar la ley del Vaticano sobre la de Italia, protegiéndolo potencialmente de la Justicia italiana.
“Al preservar el Pacto de Letrán, somos un país con soberanía limitada”, afirma Corsetti. “Pagamos por ese hecho todos los días y los que pagan primero son las víctimas de abuso sexual”.
El Vaticano bajo el papa Francisco ha intensificado lentamente sus intentos de abordar el delito, prohibiendo, por ejemplo, el uso de un código de silencio llamado “secreto pontificio”.
Recientemente, la Conferencia Episcopal italiana estableció el primer día nacional de oración de Italia para los sobrevivientes de abuso.
Pero para los críticos, estos movimientos son, en el mejor de los casos, tardíos y, en el peor, lamentablemente inadecuados.
Sin recuento de casos
En 2019, La ONU le pidió a Italia que emprendiera una investigación independiente e imparcial sobre el abuso sexual por parte del clero, solicitud que ha caído en saco roto hasta ahora.
En otras partes del mundo, se están haciendo progresos para despojarse del manto del secreto. Un informe en Francia el año pasado encontró que desde 1950, al menos 216.000 niños habían sido abusados por unos 3.200 sacerdotes. Italia tiene más del doble de sacerdotes que Francia, pero no hay un recuento oficial de casos de abuso.
Incluso dentro de los muros del Vaticano, algunos han expresado su consternación por la inacción de Italia.
El sacerdote Hans Zollner, director del Instituto de Salvaguardia de la Universidad Pontificia de Roma y miembro de la Comisión para la Protección de Menores del Vaticano, instó a Italia a seguir el ejemplo de Francia y otros países que han investigado estos crímenes.
“En Reino Unido, Australia, Estados Unidos y Alemania, la sociedad llegó a un punto de enfrentar este problema y luego la Iglesia también tuvo que enfrentarlo, pero esta conciencia y urgencia para enfrentarlo no se ha dado en este país todavía”, asegura.
Según el padre Zollner, en lugares que han abordado el abuso clerical, un promedio del 4%-5% de los sacerdotes han sido acusados o condenados, y agregó que “con toda probabilidad, se esperaría un número similar en Italia”. Pero en ausencia de un recuento oficial y sin apenas compromiso por parte del Estado italiano, solo hay una única organización en el país que trabaje en el tema y recopile lo que pueda.
Francesco Zanardi, un sobreviviente, dirige una asociación llamada La Red del Abuso desde su pequeño apartamento en el norte de Italia.
“Cuando empezamos a buscar apoyo y respaldo legal”, dice, “nos topamos con un muro”.
Combinando avisos confidenciales e informes de los medios, ha mapeado a los sacerdotes del país que han sido sospechosos, investigados o condenados por abuso. Y ha establecido un grupo de abogados listos para trabajar con sobrevivientes.
Zanardi ha calculado un número de 163 condenas de sacerdotes en Italia en los últimos 15 años, pero está seguro de que se trata de una gran subestimación.
“Italia es como otro planeta lejos de Europa”, dice. “Hay una clara falta de voluntad del Estado para interferir con la Iglesia, a expensas de los niños”.
Parte del problema aquí es cultural. Italia suele ser más conservadora en algunos temas sociales en comparación con otros países de Europa occidental. En un país en el que más del 80% de las personas se identifican como católicas, la Iglesia es, para muchos italianos, tan central en su identidad como la familia y a menudo puede parecer una autoridad indiscutible.
Esa noción de silencio e intocabilidad de la Iglesia en Italia, como la retrata el padre Zollner, ha permitido que algunos sacerdotes acusados de abuso sean colocados en una red de centros de rehabilitación dirigidos por la Iglesia.
Varios de estos centros existen en todo el país, pero se sabe poco sobre ellos.
Uno cerca de Roma, al que obtuvimos inusual acceso, queda apartado en un camino sin marcar, detrás de alambre de púas. Al cruzar la puerta se encuentra una estatua blanca de Cristo.
En el interior están los dormitorios de los sacerdotes residentes, una sala de estar y una pequeña capilla. En la pared hay fotos de una visita reciente del papa Francisco, quien se quedó durante una hora y media y, según los informes, elogió el cuidado pastoral de la institución.
Los sacerdotes enviados a los centros tienen una variedad de problemas, que incluyen el juego y la adicción a las drogas. Pero algunos también están acusados, bajo investigación o en juicio por abuso sexual.
Marco Ermes Luparia, el fundador, niega enérgicamente que su comunidad sea “un refugio para fugitivos”, insistiendo en que es más bien un lugar de tratamiento para los sacerdotes para evitar la reincidencia. Los abusadores siguen lo que él llama “un curso individual muy intenso de dos o tres sesiones de psicoterapia a la semana, seguido de una restricción total de movimiento. Ni siquiera pueden almorzar afuera”.
Para los sobrevivientes, las oscuras estructuras que mantienen a los abusadores alejados de miradas indiscretas ilustran una vez más una cadena de complicidad que entierra el crimen.
Luparia rechaza rotundamente esa acusación.
“Los obispos tienen que avisar a las autoridades pertinentes de que el sacerdote viene a nosotros”, dice, desestimando las afirmaciones de que la comunidad permite a la Iglesia proteger a los abusadores. “Hoy, para un obispo que hiciera eso, sería su fin”, dice.
No existe una atención tan digna para los innumerables sobrevivientes de abuso, incluido Mario, para quien continúa el encubrimiento.
Su abusador, Gianni Bekiaris, sigue siendo un sacerdote en activo aún en la misma diócesis donde supuestamente comenzaron los crímenes, y aún bajo el liderazgo del obispo Ambrogio Spreafico.
Pasamos semanas rastreando a Bekiaris en línea, encontrando cómo celebra misa en varias iglesias en más de una ciudad, antes de que parezca que vuelve a pasar desapercibido. Todavía figura como sacerdote en la diócesis donde ocurrió el abuso. Incluso descubrimos fotografías de él celebrando misa con niños presentes.
Finalmente, en un lugar cerca de Roma, lo encontramos y nos acercamos a él. Le muestro los papeles del juicio que obtuvimos y las fotos de los niños presentes en su misa.
“Yo trabajo aquí”, responde, indicando el edificio donde vive, “y no hay niños”.
Luego le muestro las fotografías de él en la iglesia con menores.
“Esas son personas, no menores de edad”, insiste.
Comienza a retirarse al interior.
“¿Eres un pedófilo?”, pregunto.
“Esto es lo que estás diciendo”, responde.
“No, es lo que dice tu víctima”, me aventuro a decir antes de que cierre la puerta con un simple “adiós”.
Le pregunto al padre Hans Zollner, del Instituto de Salvaguardia, qué debería pasar en teoría con un sacerdote cuya culpabilidad fue reconocida en un juicio de derecho canónico, que admitió el abuso y pagó daños y perjuicios.
Me dice que si bien no conoce el caso concreto, “si el procedimiento establece que cometió el delito, por supuesto que debe ser despedido. Y si hay algún tipo de actividad que lo ponga en contacto con menores, eso obviamente va en contra del veredicto”.
Y, sin embargo, cuando cuestionamos al superior de Bekiaris, el obispo Ambrogio Spreafico, sobre por qué no había expulsado al sacerdote, a pesar de una petición directa de Mario para que lo hiciera, él niega haber actuado mal.
El obispo Spreafico insiste en que fue la Congregación para la Doctrina de la Fe, el poderoso departamento del Vaticano que se ocupa de estos temas y dirigió el juicio de derecho canónico, la que tomó la decisión.
“Seguí los procedimientos”, dice, “y decidieron de esta manera. No dependía de mí”.
Pero, pregunto, ¿por qué no aconsejó al Vaticano que tomara un curso de acción diferente, dado que conocía todos los detalles, el hecho de que Mario le había contado su caso y que el juicio de derecho canónico declaró culpable a Bekiaris?
“La culpa puede basarse en diferentes hechos”, responde. “Podrían resultar de una escala diferente, un período de tiempo diferente, una realidad diferente”.
Cuando le muestro las fotografías de Bekiaris en la iglesia con menores, inicialmente sugiere que había consultado con el Vaticano y que la celebración ocasional de la misa no estaba en contra de la sentencia. Y me asegura: “Preguntaré a la Congregación [para la Doctrina de la Fe] si esto está incluido en la prohibición. Pero per se no está especificado en el decreto”.
Incluso si, como él sostiene, no va en contra de la ley, pregunto, ¿no va en contra de la moral básica que un hombre con tal pasado continúe como sacerdote?
“Tomaré en cuenta tu observación”, dice, “y lo investigaré, no te preocupes”.
Lo investigamos nosotros mismos, pidiendo una respuesta a la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Nos dicen que la prohibición de por vida de administrar deberes con menores impuesta a Gianni Bekiaris tenía la intención de “curar y expiar” y que podría permitir que un sacerdote celebre misa pública con menores, “siempre que nunca se le deje solo”.
Los tecnicismos legales, las lagunas procesales y las interpretaciones personales de las sentencias son lo que permitió a Gianni Bekiaris continuar predicando la palabra de Dios y privó a Mario de obtener justicia.
Y también, lo que podría llevarlo un día a entrar a una iglesia con su hijo y ver la misa celebrada por el hombre acusado de violarlo repetidamente.
Ese es el costo del fracaso de Italia para enfrentar la maldición del abuso y de su falta de responsabilidad con los sobrevivientes, cuya fe e infancia fueron robadas tan cruelmente.
“El impacto es devastador”, dice Mario, con el alma rota a la vista. “Hacia toda la Iglesia, desde el Papa hasta el último sacerdote, me siento asqueado por ellos. Estoy muerto de asco”.
Julian Miglierini contribuyó en este reportaje.
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