No es mucho lo que se sabe de la violencia sexual contra los hombres en Colombia pero los registros dicen que fueron más de 2.000 víctimas de este delito durante el conflicto armado que desangró al país por más de medio siglo y que no termina de cerrarse.
Sin embargo, Joel Toscano, Ómar Aguilar y Alberto Coneo han comenzado a hablar de lo que les pasó con la esperanza de que esa tragedia no afecte a más personas y que los culpables paguen.
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Los tres hacen parte de un informe que recoge 82 de estos casos y que fue entregado a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), a la que le piden abrir un macrocaso que investigue la violencia sexual contra hombres durante el conflicto armado.
Con diferentes palabras los tres coinciden en entrevistas con Efe en que esos abusos les dejaron huellas imborrables pero hicieron acopio de valor para hablar de ese crimen que ha “sido invisibilizado”.
PELÍCULA DE TERROR
Aguilar define lo que vivió como “una película de horror” de la que no habló durante 25 años por “temor, por miedo al qué dirán”. Lo violaron en 1992 guerrilleros de las FARC que dominaban la región agroindustrial de Urabá, limítrofe con Panamá.
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“La guerrilla llegó preguntando por mi mamá, que se había ido a una cita médica. Los guerrilleros me metieron en la mitad de ellos”, cuenta a Efe, y unos veinte se lo llevaron a una parte boscosa.
“Ahí comenzó todo”, recuerda. Varios guerrilleros lo violaron y perdió el conocimiento. “Eso comenzó como a las diez de la mañana y me desperté como a las cinco de la tarde. Como pude me vestí y me devolví a mi casa. Mi madre todavía no había llegado. Nunca le conté lo que pasó”.
Recuerda borrosamente que los guerrilleros le decían que le llevaron a ese lugar “para que aprenda a ser macho” y que “los maricas se merecen la muerte, merecen que los maten y que los desaparezcan”. Aguilar, que tenía 20 años y hoy tiene 50, pensó que lo iban a matar.
Pero las cosas no pararon ahí. Volvieron la semana siguiente y se lo llevaron a la finca de un ganadero. “Al dueño le hicieron de todo: Le quitaron las uñas, le quitaron los testículos, le cortaron las orejas, le picaron el estómago con puñales y finalmente le pegaron un tiro en la cabeza, la cabeza le explotó, no quedó nada”.
Era una forma de amedrentarles y lo consiguieron: “regresé a mi casa y con lo que teníamos puesto nos desplazamos”.
Ahora reclama justicia por un delito que se ensañó, sobre todo, con las mujeres pero que también afectó a hombres.
DRAMA OCULTO
La región del Catatumbo, en la frontera con Venezuela, sigue siendo un foco del conflicto armado por la presencia de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y paramilitares que controlan el narcotráfico.
La primera vez que Toscano vivió los horrores de la violación fue a los nueve años. Fueron los paramilitares pero a su corta edad “no sabía, no entendía lo que había pasado”, dice a Efe en Bogotá.
“Era un niño y me quedé callado porque la persona que propició esa situación fue un familiar que me amenazó si decía lo que había pasado. Él estaba involucrado o era cómplice de los paramilitares”, dice Toscano, quien no considera regresar al Catatumbo porque de “allá solo hay malos recuerdos”.
Toscano fue violado otra vez, pero en esta ocasión fueron guerrilleros del ELN. Cierra los ojos y logra recordar: sucedió cuando viajaba en el camión de un amigo; les paró el ELN en un retén y los llevaron a una finca.
“Me violaron y me dejaron tirado. Luego encontré a mi amigo, al que también habían violado. Creo que esa era la forma en que la guerrilla demostraba el poder que tenían sobre el territorio”, dice.
Terminado el suplicio Toscano decidió salir de su región y buscar refugio en Bogotá aunque asegura que “lo de las violaciones es algo que no se borra nunca”.
De su amigo supo después que se suicidó porque “no pudo con los traumas que le dejó la violación y otros problemas”.
BRUTALIDAD
El informe entregado a la JEP también recoge el caso de Alberto Coneo, que forma parte de la comunidad LGBTI, violado por paramilitares.
La agresión sexual de la que fue víctima sucedió en 1998 en la caribeña Santa Marta.
“Creo que si hubiera sido heterosexual no me habría pasado”, dice a Efe con voz entrecortada. No le dijo nada a su familia hasta que en 2019 en una jornada colectiva de denuncias de violencia sexual contra hombres decidió hablar.
Hasta ese momento Coneo se definía como una persona “agresiva” pero luego de “compartir mi testimonio con mucha gente me ha ayudado a quitarme esa cruz que llevaba a la espalda”.
Cuando se atrevió a hablar supo que su sobrino también pasó por lo mismo, agredido por “otro grupo violento diferente al que lo hizo conmigo” que casi lo deja ciego, porque lo golpearon brutalmente en la cara; sordo, porque un disparo le destruyó un oído, y casi mudo, porque le amarraron un alambre en el cuello y lo arrastraron.
La violación no le dejó solo huellas psicológicas, sino que como otros muchos, sufre de enfermedades que le afectan el colon y la próstata. Y dice: “aún no sé si puedo perdonar a los que me echaron a perder la vida”.
“Una cosa puedo decir y es que lo que me pasó no ha quedado enterrado pero trato de seguir mi vida, trabajando y estudiando. La idea es superarme y seguir adelante y animar a otras víctimas de la comunidad diversa, a los heterosexuales y a las mujeres para que denuncien si fueron víctimas de la violencia sexual en el conflicto”, subraya.
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