Los temas de seguridad vinculados a las protestas en Colombia son herencia del conflicto armado (término que emplea la Jurisdicción Especial para la Paz), que el Estado libró con las FARC. Esa herencia tiene dos partes. La primera es que, por ese conflicto, la policía tuvo como papel fundamental combatir a los grupos irregulares armados y al crimen organizado que los financiaban. La segunda parte de esa herencia (que explicaremos luego), sugería que era improbable que el Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC se fuese a implementar a cabalidad.
La primera parte de esa herencia explica porqué, si bien Colombia no es la única democracia que cuenta con unidades policiales militarizadas, sí era la única que había colocado al conjunto de la policía bajo el mando del Ministerio de Defensa (por oposición a un ministerio específico). Ello deriva, como vimos, de su misión fundamental, la cual no era garantizar la seguridad ciudadana en el sentido convencional del término, sino combatir a enemigos que desafían la autoridad del Estado premunidos de preparación y armamento militar.
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La parte de la herencia que hacía improbable que el Acuerdo de Paz se implementase a cabalidad era lo que en teoría de juegos se denomina “problemas de compromiso”. El término alude a compromisos que las partes asumen en el presente pero que no tendrían incentivos para cumplir en el futuro.
Los conflictos armados internos suelen crear problemas de compromiso que les son específicos. La diferencia medular con las guerras entre Estados es que, cuando estas últimas llegan a su fin, los Estados suelen recuperar (en todo o en parte) control sobre sus respectivos territorios, control que ejercen a través de sus propias fuerzas armadas.
Pero los contendientes en un conflicto armado interno luchan precisamente por controlar el mismo Estado y, por ende, por controlar su territorio y sus fuerzas armadas. En otras palabras, incluso cuando llegan a su fin a través de acuerdos suscritos por las partes contendientes, los conflictos armados internos suelen implicar que cuando menos una de las partes se desarme. Y esa necesidad de desarme es la que explica los dos problemas de compromiso propios de esos conflictos.
El primero es que, una vez desarmada una de las partes contendientes, ¿qué garantiza que sus integrantes no sean asesinados por sus antiguos rivales (el Estado u otros grupos armados)? Ese no era un mero escenario hipotético en el caso de Colombia, dado que ya había ocurrido en el pasado. En 1984 el gobierno de Belisario Betancur llegó a un acuerdo con las FARC, merced al cual se creó un partido político vinculado a ellas: la denominada Unión Patriótica. En los siguientes años de la década del 80, unos 3 mil integrantes de ese partido fueron asesinados por grupos irregulares armados o incluso por las propias fuerzas del orden. Es por eso que, por ejemplo, en el acuerdo con las FARC del 2016, su desarme fue gradual, condicionado y verificado por un tercero neutral (la ONU, en el caso colombiano).
El segundo problema de compromiso tiene que ver con las condiciones bajo las cuales una organización política acepta desarmarse. Una vez que esta se desarma, ¿qué garantiza que el Estado cumpla compromisos (como implementar una reforma agraria, en el caso colombiano), que asumió, precisamente, bajo la presión de un rival levantado en armas?
Ambos problemas contribuyen a explicar porqué, según un estudio de Barbara Walter de 2011, “de los 103 países que experimentaron alguna forma de guerra civil entre 1945 y 2009 (tanto conflictos menores como de gran envergadura), solo 44 evitaron un retorno subsecuente a la guerra civil”. Es decir, en un 57% de los casos se reiniciaron las hostilidades. En el caso colombiano ello incluye tanto a aquellos integrantes de las FARC que jamás se desarmaron como a aquellos que, tras hacerlo, reiniciaron acciones armadas en contra del Estado.
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