Olga era vendedora ambulante en una terminal de buses en Honduras. Pero de un momento a otro el lugar fue privatizado, “cerraron todo y nos echaron como perros”, recuerda. Ahora camina por Guatemala rumbo a Estados Unidos, junto con su esposo y sus cuatro hijos.
Olga Ramírez, de 28 años, es una de los casi 9.000 migrantes que entre el viernes y el sábado ingresaron a Guatemala por el paso El Florido, 220 km al este de Ciudad de Guatemala. Planea recorrer más de 450 km rumbo al norte, para tratar de pasar hacia México.
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Recuerda que los sacaron de la terminal del municipio de Danlí, en el departamento hondureño del Paraíso. El alcalde decidió privatizar y por ello se vieron en la necesidad de salir a vender a las calles y poner en riesgo la salud debido a la pandemia del nuevo coronavirus.
“Nos echaron como perros (del terminal donde trabajaba), como basura, como si no valiéramos nada en el país y no tengo una profesión para mantener a mi familia”, cuenta la mujer a la AFP. Seca sus lágrimas sin perder el paso, andando por un lado de la carretera, con su hijo de tres años en brazos.
Junto a ella van su esposo Ángel y su hermano Jairo, así como sus otros hijos de 8, 6 y 5 años. Los dos últimos van sentados en un cochecito de metal para bebés, que por momentos parece que fuera a colapsar.
El riesgo
Unos 4.500 migrantes entraron la noche del viernes a territorio guatemalteco por la frontera El Florido, tras romper los cercos de policías y militares que pretendían impedir su ingreso. Pasaron por alto la exigencia de presentar documentos en regla y una prueba negativa de covid-19.
A ellos se sumaron dos grupos más durante la madrugada y la mañana del sábado, totalizando unas 9.000 personas, según las autoridades migratorias.
Los migrantes dicen huir de una Honduras fuertemente golpeada por el paso de los huracanes Eta e Iota en noviembre y la falta de empleo causada por la pandemia, que se suman a los males endémicos de un país acribillado por la violencia asociada a las pandillas y el narcotráfico.
La caravana también está alentada por la esperanza de una flexibilización en la política migratoria de Estados Unidos, cuando asuma el presidente electo, Joe Biden, el próximo 20 de enero, posibilidad que Washington ya descartó.
Antes, México también advirtió que no permitirá el paso irregular de personas.
Olga lleva una mochila y usa sandalias para enfrentar la caminata. Lleva un cubrebocas como protección por la pandemia y reconoce el peligro de viajar con sus cuatro hijos.
“Si nos quedamos en Honduras nos arriesgamos a comer un día y otro no y si salimos del país nos arriesgamos a que algo nos pase. Pero si lo logramos y llegamos a Estados Unidos y nos dan asilo político llevamos la meta trabajar y mantener a nuestra familia”, anhela.
“Vengo hasta pidiendo (ayuda) para poder darle el sustento a mis hijos, porque allá no hay nada, no hay trabajo y mis hijos aguantan hambre y todo, por el desempleo y no hay apoyo ni del gobierno”, lamenta.
Debilitar la caravana
En tanto, Jairo, el hermano de Olga, estima que el gobierno guatemalteco busca debilitar el paso de la caravana. Por ello instaló puestos de seguridad en puntos estratégicos de la carretera que conduce a la frontera con México y sólo los dejan pasar a pie.
Si van en autobuses de pasajeros o en autostop con camiones, los bajan inmediatamente.
“Ellos (las autoridades guatemaltecas) no quieren que la caravana pase para Estados Unidos, quieren debilitar la caravana y tenemos derecho a migrar, salir de Honduras y salir de Guatemala y nos vamos a ir porque no nos van a detener”, comenta desafiante.
En Guatemala rige un estado de “prevención”, que permite a la policía el uso de la fuerza para romper concentraciones de personas.
“Somos pobres y nos quedamos sin trabajo. Se puso peor con las tormentas y la pandemia”, cuenta Jairo, quien también era vendedor ambulante como su hermana.
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