El triunfo de Lula en Brasil constituye la decimoquinta ocasión consecutiva en América Latina en que, desde el 2018, el partido en el gobierno pierde la siguiente elección presidencial. La única excepción es el Perú, no porque el partido en el gobierno gane la siguiente elección presidencial, sino porque ni siquiera presenta candidato. No conozco otro caso en el que, en cuatro ocasiones consecutivas desde el 2006, el partido en el gobierno no presente candidato presidencial en las siguientes elecciones generales. Las crisis en los sistemas de partidos son una constante en la región, pero, aun dentro de esa tendencia, el nuestro es un caso extremo.
Existen quienes sostienen que, en nuestra región, se han dado en años recientes procesos conocidos como ‘lawfare’, un término que junta las palabras ‘law’ (ley, en inglés) y ‘warfare’ (guerra) y se usa para designar el empleo por actores políticos de la Constitución y las leyes con fines proselitistas. Nuevamente, el Perú parece ser un caso extremo de esa práctica.
Por ejemplo, entre 1993 y el 2016 la figura de la vacancia presidencial por incapacidad moral permanente se empleó solo una vez (cuando Alberto Fujimori huyó del país y renunció por fax). En cambio, entre el 2017 y el 2022 se presentaron siete mociones de vacancia, que terminaron en la renuncia o destitución de tres presidentes. A lo cual habría que añadir dos intentos de disolver el Congreso por el presidente en ejercicio: uno exitoso y legal (a criterio de la mayoría del Tribunal Constitucional), bajo la presidencia de Vizcarra; y otro fallido e inconstitucional, bajo la presidencia de Pedro Castillo. Por razones como esas hemos tenido seis presidentes en cinco años. Hasta donde sé, en la última década, no existe ningún caso comparable bajo un sistema presidencial de gobierno en el ámbito mundial.
Todo ello sin añadir que siete de los nueve presidentes que precedieron a Dina Boluarte (excluyendo a Merino, pues solo ocupó el cargo seis días) han sido condenados, procesados o investigados por casos vinculados a la corrupción. Aunque eso también sería algo en lo que somos únicos, al menos cabe la posibilidad de ver el vaso medio lleno: podría ser consecuencia no de una mayor corrupción que el promedio regional, sino de que nuestra justicia sí se tomó el trabajo de presentar cargos en su contra (espero abordar el tema en una próxima columna).
En materia de similitudes con otros casos de la región, hay quienes comienzan a comparar a Dina Boluarte con José María Bordaberry. Es decir, aquel presidente uruguayo que comenzó su gobierno dentro de la Constitución y las leyes para, luego, convertirlo en una dictadura cívico-militar. Por razones que no abordaré en esta columna, creo que hay más diferencias que similitudes entre ambos casos, pero sí hay una similitud preocupante: cuando el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, general Gómez de la Torre, acusa a “malos peruanos” de cometer actos de “terrorismo” está emitiendo una opinión política que transgrede el artículo 169 de la Constitución (según el cual “las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional no son deliberantes”).
El punto no es si se está de acuerdo o no con lo dicho por él, sino que bajo un gobierno que pretende ser una democracia representativa, compete a un fiscal investigar y acusar y a un juez establecer responsabilidades, no a un general del Ejército. Y es preocupante que esas acusaciones de terrorismo ocurran mientras el jefe de la Dircote culpa al MRTA (entre otros grupos) por la violencia en las manifestaciones: al MRTA no se le ha atribuido ningún atentado terrorista en más de 20 años y el Gobierno Estadounidense lo retiró de su lista de grupos terroristas en el 2001 porque había dejado de existir.
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