Fue uno de los asesinatos políticos que más han marcado la historia reciente.
El ultranacionalista judío Yigal Amir apretó el gatillo contra Isaac Rabin el 4 de noviembre de 1995 y, con dos certeros disparos, no solo asesinó al hombre sino también la idea que este defendía: la posibilidad de que israelíes y palestinos pudieran tener una paz duradera.
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Dos años antes, Rabin, entonces primer ministro israelí, y Yasir Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), se habían dado la mano y hasta habían esbozado una sonrisa durante la firma de los Acuerdos de Oslo, que buscaba sentar las bases para la autodeterminación palestina.
Pero aunque este acuerdo había despertado las ilusiones de muchos israelíes y palestinos que empezaban a vislumbrar una pequeña luz al final del túnel en el conflicto que los había enfrentado durante décadas, también desató una oleada de violencia y odio tanto entre la derecha israelí y como entre los milicianos de del grupo radical islamista Hamás.
Con una oposición feroz en su contra, liderada por la derecha del hoy primer ministro Benjamín Netanyahu, Isaac Rabin se enfrentó a una agresiva campaña de descrédito.
Las ciudades israelíes, como recuerda el editor de internacional de la BBC, Jeremy Bowen, se llenaron de carteles que mostraban a Rabin vestido como Arafat, con la kufiya (el pañuelo palestino) en la cabeza, o retratado como un nazi, con el uniforme de las SS.
La ultraderecha no le perdonaba que cediera el control de una parte de los territorios palestinos. Hamás, por su parte, ya había iniciado una campaña de atentados suicidas, convencidos de que los Acuerdos de Oslo eran una rendición ante un Estado que ellos consideraban que no debía existir.
Aquel 4 de noviembre de 1995, del que se cumplen 28 años este sábado, Rabin reunió a más de 100.000 personas en Tel Aviv en un acto en defensa de los acuerdos de paz.
“Fui militar durante 27 años. Luché cuando la paz no tenía posibilidades. Creo que ahora las tiene, y muchas. Debemos aprovechar esto en nombre de todos los que están aquí presentes y en nombre de los que no están aquí, que son muchos. Siempre creí que la mayoría de la gente quiere la paz y está dispuesta a asumir riesgos por la paz”, dijo esa noche en el que sería su último discurso.
La plaza entonó entonces la “Shir LaShalom” (“Canción por la Paz”). En el bolsillo interior de la chaqueta del primer ministro encontrarían luego una copia de la letra de este himno por la paz, empapada de su sangre.
Apenas Rabin bajó del escenario, Yigal Amin le disparó dos tiros por la espalda.
Isaac Rabin, miembro del Partido Laborista israelí, fue elegido primer ministro en dos ocasiones, la última en las elecciones de 1992.
Pero para muchos israelíes, su mejor carta de presentación era su hoja de servicio.
Rabin había iniciado su carreta militar en el Palmaj, la unidad de élite de la Haganá, que luego se convertiría, tras la proclamación del Estado de Israel, en las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI).
Para la guerra árabe-israelí de 1948, Rabin ya era en un destacado comandante de las FDI, aunque este solo sería el inicio de su carrera militar.
En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Isaac Rabin era jefe del Estado Mayor de un ejército que logró una victoria fulminante sobre sus enemigos árabes. En menos de una semana, Israel derrotó a Egipto, Jordania, Siria e Irak, y capturó los territorios del Sinaí, los Altos del Golán, Gaza y Cisjordania.
Tras esta victoria, en lo más alto de su carrera militar, Rabin hizo lo que muchos otros generales israelíes: se pasó a la política.
Fue embajador israelí en Washington y a su vuelta, en 1973, fue elegido diputado en la Knéset por el Partido Laborista. Tras la renuncia de Golda Meir en 1974 (debilitada por la guerra de Yom Kipur), ocupó por primera vez el cargo de primer ministro (1974-1977), al que regresaría en 1992 hasta su muerte.
Para muchos historiadores, fue precisamente su pasado militar, intachable a ojos de los israelíes, lo que le dio la legitimidad necesaria para embarcarse en el proceso de paz de Oslo.
“No es que Rabin fuera la última oportunidad para la paz, pero sí fue la mejor, precisamente por su experiencia como pilar del sistema de defensa, la importante credibilidad que tenía y la genuina transformación que experimentó en los últimos años y meses de su vida”, explica a BBC Mundo Derek Penslar, profesor de Historia Judía en la Universidad de Harvard.
Rabin había dirigido la guerra, pero llegó al convencimiento de que el diálogo era importante para la seguridad de Israel, como demostró apasionadamente en discursos como este:
“Yo, número de serie 30743, el teniente general en reserva Isaac Rabin, soldado de las Fuerzas de Defensa de Israel y del ejército de paz; yo, que he enviado ejércitos al fuego y soldados a la muerte, digo hoy: navegamos hacia una guerra que no tiene bajas, ni heridos, ni sangre, ni sufrimiento. Es la única guerra en la que es un placer participar: la guerra por la paz”.
Como explica Dov Waxman, director del centro Y&S Nazarian de Estudios sobre Israel de la Universidad de California, Isaac Rabin “no es que fuera precisamente un pacifista de izquierdas”, pero fue por ello que se convirtió en la persona más adecuada en Israel para liderar el proceso de paz.
“El primer ministro Rabin estaba en una posición excepcional para conducir un proceso de paz con éxito hasta su conclusión. Por su larga experiencia militar podía dar garantías a los israelíes, especialmente a los judíos israelíes, de que no comprometería su seguridad”, le dice Waxman a BBC Mundo.
Reivindicado por este apoyo, y sobre las bases que se establecieron con la Conferencia de Paz de Madrid de 1991 y en los acuerdos de Camp David de 1978, Rabin se convirtió en una pieza clave para los Acuerdos de Oslo.
En un escenario tan volátil como el de Medio Oriente, negociar una paz requería de discreción.
Por ello, los equipos negociadores palestinos e israelíes iniciaron conversaciones secretas en 1993 en la capital noruega, que acabarían con la firma del primer Acuerdo de Oslo (Oslo I) en septiembre de ese mismo año en la Casa Blanca.
Frente al presidente Bill Clinton, Rabin y Arafat lograron con un apretón de manos lo que hasta entonces había parecido imposible: reconocerse mutuamente como interlocutores.
Ambos, además del entonces ministro israelí de Exteriores, Shimon Peres, fueron reconocidos en 1994 con el premio Nobel de la Paz.
Un segundo acuerdo (Oslo II) sería firmado en 1995.
Hasta entonces, Israel se había negado a negociar con la OLP, a la que consideraba una organización terrorista. Pero desde ese momento, la Organización para la Liberación de Palestina se convirtió, a ojos de Israel, en el “representante del pueblo palestino”.
A su vez, la OLP reconoció a Israel como Estado, renunció al terrorismo y sus líderes pudieron regresar del exilio.
Los Acuerdos de Oslo otorgaron un autogobierno limitado a los palestinos sobre sus zonas urbanas y dieron lugar a la creación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
Pero el marco creado debía ser temporal. Oslo se diseñó para que, en un plazo de cinco años y gracias a nuevas negociaciones, se llegara a una solución permanente del conflicto.
Han pasado 30 años desde entonces y la realidad no puede estar más lejos de las esperanzas de entonces. Hoy, casi nadie habla de paz en la región.
Su magnicidio tuvo un profundo impacto en el proceso de paz de Oslo, reconocen los analistas consultados.
Tras la muerte de Rabin, Shimon Peres asumió la jefatura del gobierno que perdió, un año después, en unas ajustadas elecciones contra Benjamín Netanyahu.
“Aunque Netanyahu no paró el proceso de paz, hizo todo lo posible por que descarrilara y por asegurarse de que no acabara con el establecimiento de un Estado palestino”, argumenta el profesor de la Universidad de California.
Para Orit Rozin, profesora de Historia judía en la Universidad de Tel Aviv, el asesinato de Rabin sacudió a los israelíes de la misma forma que ha ocurrido ahora con el ataque de Hamás el pasado 7 de octubre, en el que murieron unas 1.400 personas, según las autoridades israelíes.
“Las circunstancias son, obviamente, muy distintas, pero entonces, como ahora, los israelíes y sus dirigentes sintieron como que habían perdido el equilibrio”, argumenta Rozon, para quien Shimon Peres quedó “demasiado alterado para reunir el coraje de seguir adelante con el acuerdo”.
La ultraderecha israelí, aunque nunca lo reconoció, “celebró el asesinato de Rabin”, señala la historiadora, que esa noche recibió la llamada de un rabino que vivía en los asentamientos, que le contó que “la gente estaba bailando en los balcones”.
Tres semanas antes del magnicidio, un joven de 19 años había aparecido en la televisión con el emblema del auto de marca Cadillac de Rabin, que él mismo había arrancado del vehículo: “Llegamos a su auto y pronto llegaremos hasta él también”, amenazó. Se llamaba Itamar Ben Gvir, hoy ministro de Seguridad Nacional de Israel.
Al final, resume Orit Rozin, “Hamás, con su campaña de atentados suicidas, y la extrema derecha israelí acabaron por matar el proceso de paz”.
Tras la muerte de Rabin, ni de la parte palestina ni de la israelí surgieron los liderazgos necesarios para mantener viva la llama de la paz, opinan los analistas.
Es imposible saber qué habría pasado si Rabin no hubiera sido asesinado.
Los negociadores no habían aún empezado a tratar las partes más complicadas del acuerdo, como los futuros límites que tendría el Estado de Palestina, el regreso de los refugiados, el estatus de Jerusalén o los asentamientos judíos en los territorios palestinos.
El propio Rabin “tampoco declaró nunca públicamente que apoyara la creación de un Estado palestino, aunque claramente entendió que era allí hacia donde se dirigían los acuerdos”, señala Dov Waxman.
De hecho, como recuerda a BBC Mundo el historiador Rachid Khalidi, que ostenta la cátedra Edward Said de Estudios Árabes Modernos de la Universidad de Columbia, “Rabin dijo en numerosas ocasiones en la Knéset que Palestina sería menos que un Estado, que Israel mantendría el control del valle del río Jordán y de Jerusalén al completo”.
Hoy, los Acuerdos de Oslo, que en teoría siguen vigentes, están muy desprestigiados. La ANP, que tenía que haber sido reemplazada por un gobierno electo, está perdiendo su legitimidad.
Los siguientes intentos por retomar el camino de la paz tampoco han prosperado.
El último esfuerzo sincero, sostiene Derek Penslar, probablemente fue en 2008 entre el primer ministro israelí Ehud Olmert y el presidente de la ANP, Mahmud Abbas.
“Una vez que Netanyahu volvió a ser primer ministro, todo se acabó”, opina el profesor de Harvard.
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