Mientras tomaba una bebida en la sala de estar, Iván Valera Benitez escuchó una alerta: “Comando de la Policía Nacional Bolivariana. ¡Manos arriba, quédense quietos!”.
El joven venezolano de 30 años estaba el domingo 23 de julio en el Club Avalon, un sauna gay ubicado en la ciudad de Valencia, en el norte de Venezuela.
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Iván pensó que era una broma. Aquel era un club privado que disponía de saunas y salas de masajes, un restaurante y una sala de fumadores. Se cobraba entrada y el catálogo de servicios podía consultarse en las redes sociales.
Se sentía seguro en el Club Avalon. Allí no le hacían bromas sobre sus preferencias sexuales ni lo llamaban “ella”, como le ocurría en entornos de nuevos conocidos en los que bromeaban sobre él.
Los uniformados pidieron a los empleados y clientes que los acompañaran hasta la comandancia policial “en calidad de testigos”. Todos siguieron la instrucción, aunque no entendían de qué eran testigos.
Iván y otros 32 hombres estuvieron detenidos durante tres días y fueron presentados ante el Ministerio Público venezolano sin entender por qué.
La policía filtró imágenes en las que se ve a los detenidos de pie junto a una mesa que mostraba como “evidencias” sus cédulas, teléfonos móviles, condones y lubricantes.
Medios locales reportaron que se trataba de una “orgía clandestina”, en la que se habría encontrado “material pornográfico”. Sin embargo, los abogados de la defensa aclararon que no hay pruebas de ello en las actas policiales.
La acusación pública por los delitos de ultraje al pudor, agavillamiento (asociación ilícita) y contaminación sónica causó indignación entre la comunidad LGBT+ venezolana, que denuncia la criminalización de sus miembros por parte de las autoridades.
Los lemas “Liberen a los 33” y “Justicia para los 33” se volvieron virales en las redes sociales. Activistas y familiares de los detenidos protestaron ante los tribunales, la Fiscalía y la comandancia policial vinculada al caso.
Incluso el fiscal general venezolano, Tarek William Saab, dijo que los acusados podrían ser sobreseídos.
BBC Mundo acudió a la comandancia de la Policía Nacional Bolivariana donde estuvieron detenidos para pedir comentarios, pero no obtuvo respuesta.
En este testimonio, contado en primera persona, Iván reconstruye lo que vivió junto al grupo durante la detención.
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Nunca nos dicen qué está ocurriendo.
Los policías dicen que es una revisión de rutina y nos piden las cédulas para verificar si teníamos antecedentes o si estábamos solicitados (por la justicia).
Luego nos dicen que la revisión va a ser en el Comando de la Policía Nacional Bolivariana y que debemos ir en calidad de testigos. Nos vamos en nuestros propios carros de buena fe.
Llegamos a la comandancia como a las 6:00 de la tarde. Allí empieza todo lo malo.
Cuando revisan las cédulas, se dan cuenta de que nadie está solicitado ni tiene antecedentes. El policía dice: “Están limpios. Aquí no hay nada”.
Pero nos llevan a la oficina del jefe de la comandancia y nos requisan, nos quitan los teléfonos y entendemos que nos están incomunicando.
Yo sentía preocupación, pero pensaba: “Este procedimiento está mal hecho por donde lo veas, esto no va para ningún lado”.
Cuando nos quitan los teléfonos, se exige que cada uno dé la clave.
Una funcionaria agarraba el teléfono (de alguien), lo desbloqueaba y empezaba a revisar sus fotos, sus videos, su vida privada. Y le decía: “¿Esto eres tú? ¿Esto es lo que tú haces?
Llamaba a sus compañeros funcionarios y les decía: “Tan calladito que se ve y mira lo que está haciendo. ¿Este es tu miembro?”.
Eso se lo hicieron a varias personas. A mí no me pasó porque yo no llevé el teléfono a ese sitio, lo tenía descargado.
Cuando nos quitan nuestras pertenencias, un funcionario pasa con un listado y nos dice: “Me vas a decir tu nombre y me vas a dar todo el efectivo que tengas para anotarlo, no se te vaya a perder”.
Ellos dijeron que era la única manera de resguardarlo. Hasta ese momento sostenían que no estábamos detenidos.
Al sol de hoy no sabemos dónde está (el dinero). En la Fiscalía no está. Ese dinero debería aparecer en el acta policial y desapareció.
También nos piden que saquemos los preservativos porque eso era evidencia.
Esto ocurrió en la oficina principal del Comando de la Policía Nacional Bolivariana de Los Guayos.
Después de eso, nos mandan a bajar para tomarnos una foto. Ahí empieza la preocupación más fuerte porque una foto es para reseñar algo. Ya entendemos que nos están procesando.
Nos hicieron una foto delante de la mesa con las “pruebas”, que para ese momento eran los preservativos, los lubricantes, los celulares, las cédulas y un frasquito de popper, que nunca se entendió de dónde salió.
Luego nos llevan a otra oficina, que era como una sala de reuniones. Nos mandan a que nos sentemos y que nadie hable.
Ahí me descompensé, tenía muchas ganas de ir al baño.
Hubo un funcionario que fue bastante enfático: “Si quieres, te haces encima, no te voy a llevar al baño. ¿Quién te manda a estar haciendo esa cochinada que tú estabas haciendo? Aguanta, marico. O cágate encima”.
Así, con esas palabras me lo dijo.
Luego decide, por petición de otro funcionario, llevarme al baño y me dice: “Okey, pero tienes que hacer frente a mí. No puedes cerrar la puerta”.
Yo le dije que iba a ser incómodo porque me sentía mal, pero que iba a tener que hacerlo, él estaba al tanto de que me estaba violentando mi derecho.
Y me dice: “Tú no tienes nada que estar pidiendo por lo que estabas haciendo”. Hasta ese momento yo no entendía qué era lo que estaba haciendo.
Me vi en la obligación de hacer mis necesidades con la puerta abierta mientras el policía me miraba.
Varias veces nos dijeron: “Manifiesten si están descontentos con algo”. Y al que lo hiciera era como que le decían: “Cállate”. Era extraña esa dinámica de hablar pero a la vez no hablar.
A otros compañeros les pasaban muchas cosas por la cabeza. “¿Cómo le digo a mi familia?”, se preguntaban.
Unos podemos llevar nuestra vida sexual abiertamente y expresar nuestra orientación o preferencia. Pero muchos de mis compañeros no. En algunos casos sus familias se enteran de todo por este bochorno.
Yo solo pensaba: “¿Para qué le voy a decir a mi hermana si esto es una estupidez? ¿Para qué voy a molestarla?
Viene una segunda foto en la que salimos en grupos de seis y se viralizó. Hicimos una denuncia pública sobre el primer portal que suelta esa foto porque no se respetó nuestra identidad, nunca se nos borró la cara.
En esa segunda foto habían dos ciudadanos menos. La información oficial para nosotros es que se sentían mal, los llevaron al servicio médico y no volvieron a aparecer.
Nos enteramos de que nos volvimos virales cuando uno de los funcionarios muestra un (video de) TikTok y dice: “Ya los conocen en todos lados”.
Lo peor es que estaba rodando como una noticia desfasada de la realidad, que le daba morbo a la situación.
Ya era un tema homofóbico, moralista. Estábamos siendo sometidos al escarnio público y a nadie le importó lo que estaba ocurriendo con nosotros.
Un compañero dijo que prefería matarse. Entonces buscamos ayudarlo entre todos, para que entendiera que no estábamos haciendo nada malo.
En ningún momento, el acta policial habla de que estábamos reunidos por una orgía. De haber sido así, eso no es delito y menos si es consensuado.
Pero en ningún momento ocurrió así. En el acta policial dice que estábamos todos vestidos y se escuchaba ruido de conversación.
En ese momento ya no sabía si mi hermana me estaba apoyando o estaba creyendo todo aquello.
Entonces entraron otros factores. El factor persona, el factor dignidad, el factor religión. Había compañeros de otras religiones en las que es inaceptable cualquier acto homosexual.
Hubo gente que se desmayó, gente que lloraba inconsolablemente, gente que se molestó.
En mi caso, yo estaba desesperanzado. “¿Cómo salgo de esto? ¿Cómo explico algo que no tiene explicación?”. Ser virales por algo que no estaba pasando.
Nos dicen: “Están en tremendo problema. Ustedes saben lo que estaban haciendo, se les viene todo encima”. Pero tampoco nos decían qué era lo que lo que pasaba.
Preguntábamos y no obteníamos respuesta. Nunca se nos tomó declaración.
Nunca fue claro qué estaban haciendo.
Como a la 1:00 de la mañana nos permiten una llamada.
Llamé a mi hermana y como no contestó, le pregunté (al policía) si podía mandarle un mensaje de texto y me dijo que sí.
En el mensaje le dije: “No te preocupes, estoy acá. Aquí no hay nada. No estaba haciendo nada malo”. Le dije dónde estaba ubicado, que era un procedimiento de rutina que no entendíamos, pero que yo mañana resolvía.
Nos dicen que vamos a pasar la noche allí y que nos calmáramos porque posiblemente al otro día no íbamos a resolver nada porque ese lunes era feriado.
Esa noche no dormí sentado en aquella silla.
Al otro día nos llevaron a la revisión médica forense, que es un requisito para imputar.
El procedimiento normal debería ser que un médico avale que estás bien físicamente, para garantizar que no hubo maltrato físico durante la detención.
Pero los doctores nos hicieron dos preguntas y listo. Esa fue la revisión médica que nos hicieron.
Ese momento fue triste porque nos sacaron como delincuentes en una patrulla con muchos policías y ya había familiares y activistas fuera del comando de la Policía Nacional.
Al ojo público, ya éramos delincuentes.
Mi hermana no estaba en ese momento. Logré ver a dos conocidos y fue impactante. No sabía si me reconfortaba ese apoyo o me debilitaba, me puso más susceptible.
“¿De verdad quiero que me vean así?”, me pregunté. Ya no sabía qué pasaba por mi cabeza.
Regresamos a esa sala de reuniones disfrazada de celda.
Hubo compañeros que empezaron a sentirse mal, les dio taquicardia.
Fueron momentos sombríos.
Los funcionarios policiales nos decían: “Los estamos ayudando, queremos que estén bien”. Esa violación de tu derecho disfrazada de bondad.
Era extraño sentir esa necesidad de estar bien con los funcionarios para que nos trataran bien cuando eso es un derecho.
En un momento sentí que eran buenos, que eran mis amigos y que estaban haciendo todo lo posible para que yo estuviera tranquilo.
Creo que mis compañeros también lo sintieron.
Pasamos otra noche allí. Hasta ese momento no nos había permitido bañarnos ni cepillarnos. Nos permitían ir al baño a orinar y tratar lo menos posible de hacer otras necesidades. Éramos supervisados por los funcionarios.
Siempre compartíamos la comida. Si a alguien le llevaban una arepa, se picaba y la comíamos entre los 33. Pero no me daba hambre.
Todavía tengo dificultad con el apetito.
Al día siguiente, el martes, vamos al Palacio de Justicia al mediodía.
Como no teníamos ningún dispositivo, le preguntamos al funcionario qué hora era, de resto no sabíamos.
La audiencia fue a las 3:00 o 4:00 de la tarde.
Había activistas y familiares a las afueras del Palacio de Justicia. Era un poco abrumador porque los funcionarios nos miraban como si dijeran: “Llegaron los de la orgía y van a ser juzgados”. Era lo que nos hacían sentir los policías.
Es muy extraño tener que avergonzarte por algo que ni siquiera estás haciendo. Tampoco debería ser una vergüenza porque cada quien hace con su vida lo que quiere.
Pero llega un momento que de tanto que te lo dicen, piensas: “Quizás estaba haciendo algo malo”.
Ingresamos al Palacio de Justicia y la realidad era caótica.
Primero nos registran, nos dan un número a cada uno para llevar un control y nos meten en fila a los calabozos.
Pedimos que no nos separaran porque teníamos miedo.
Ya nos habían dicho: “Ahí van con delincuentes comunes. Ahí no los cuidamos nosotros, la policía, ahí quedan a la orden del Palacio de Justicia”.
Nos colocan en una celda, que me imagino que era de tres por tres metros. Nos ingresan a los 33 allí.
Había espacio para que unos pocos se sentaran y administramos el tiempo que iban a estar sentados. Había una letrina que desbordaba orine. Había demasiado óxido. El olor no se soportaba.
Entre los policías y los familiares que estaban afuera nos buscaron tapabocas. No sabíamos si era mejor tener el tapaboca puesto porque casi no respirábamos.
Los privados de libertad nos lanzaban cosas mientras se sacaban sus miembros.
“Bajen la cabeza, no nos miren”, decían. Pero yo pensaba: “¿Por qué tengo que bajar la cabeza?”.
“Miren a las 33”, nos decían.
Me hicieron sentir mucha vergüenza por ser homosexual. Me da tristeza y dolor reconocerlo.
Sentí vergüenza por darle la cara a mi familia.
Parece mentira, pero a veces dentro del mismo colectivo homosexual tenemos homofobia interiorizada. Estamos heteronormados.
“Pero ya va, yo no hice nada malo”, me decía a mí mismo. Hoy lo estoy entendiendo.
He tenido ataques de ansiedad, insomnio, quizás estrés postraumático.
Pero entendí que no tengo por qué avergonzarme.
He entrado a tantas cárceles en Venezuela. Ese era mi trabajo. Que ironía estar yo como un privado de libertad.
Estuve casi diez años trabajando en el Ministerio de Servicios Penitenciarios, en la Dirección de Derechos Humanos y Relaciones Internacionales.
Me doy cuenta de que soy un privado de libertad cuando me dicen: “Haga la fila aquí, manos atrás, cabeza abajo, vamos a salir, móntese en la patrulla”.
Esperamos la audiencia, pero la jueza decidió diferir y nos vuelven a mandar a las celdas.
Entonces nos devuelven a la Comandancia de la Policía Nacional Bolivariana y los familiares y activistas hicieron todo un revuelo afuera.
Era la noche del martes (25 de julio).
Nos trasladaron en un convoy que utiliza la gente de orden público cuando hay manifestaciones. Íbamos con muchos policías.
Allí fue el primer encuentro con los familiares, pero mi hermana no estaba. Vi a tres grandes amigos y me derrumbé.
Toda la fuerza que había tenido se me desvaneció cuando vi a la gente que me quiere. Sentía que los estaba decepcionando.
Y dudaba. “¿Qué pasará con mi hermana? ¿Será que me cree? ¿O estará creyendo lo que dicen las redes sociales? ¿Qué pasará por su cabeza?”, me preguntaba. No habíamos hablado.
Somos muy cercanos, es mi mejor amiga.
Cuando llegamos a la comandancia de policía, ella era la primera que estaba allí.
Le hice señas y ella me dice: “Te amo. ¿Estás bien?”. Yo asiento y me dice: “Tranquilo, vamos a salir de esto”.
“Te amo, te amo y discúlpame”, le dije.
Ese martes por la noche cambió un poco la situación, yo estaba más rebelde. Cuando hablé con mi hermana, sentí impotencia.
Uno de los funcionarios me dijo: “Iván, ¿qué te pasa? Te has mantenido tranquilo, ¿por qué miras así? Nunca te había visto así”. Y yo le dije: “Yo tampoco me había visto así nunca. De verdad quisiera que nos cayera una bomba, que nos muriéramos todos aquí. Esto es desesperante”.
“Aquí no hay justicia”, le dije. “No saben lo fácil que es para ustedes, con un uniforme, joderle la vida a cualquiera”.
“Vamos a dejar que tu hermana entre”, me dijeron. Y dejaron que mi hermana pasara a hablar conmigo para que me calmara.
Traté rápidamente de explicarle: “Esto no es así como dicen”. Entonces me dijo: “Despreocúpate, ¿qué te pasa? Soy tu hermana. No tengo que creer en nada de lo que dicen. Sé quién eres tú. Tranquilo. Te amo”.
Y se quitó las medias y me las dio porque ya no tenía medias. Tuve que usarlas una de las veces que fui al baño.
Nos permitieron bañarnos como a partir de las 2:00 de la mañana.
Estábamos felices de bañarnos en el patio, con una manguera al aire libre, supervisados por funcionarios.
Un abogado nos compró 33 jabones, uno para cada uno. No nos cambiamos de ropa porque teníamos que ir a la audiencia al día siguiente, el miércoles.
Aquella ducha bajó mis niveles de estrés, me sentí un poco más limpio. Sentía que los policías eran buenos por dejar que me bañara.
Sentí agradecimiento.
Esa noche pude dormir un poco más, tuve pesadillas sobre escapatorias y peleas entre nosotros. Y el temor hacia los funcionarios.
Si estoy en la calle y veo una patrulla, me reviso los bolsillos para garantizar que tengo mi cédula. Ando un poco temeroso.
Al día siguiente, nos vamos sin desayunar. La audiencia estaba pautada para las 11:00 de la mañana.
Fuimos los primeros privados… Ay, imagínate, ya acepté esa palabra.
Fuimos los primeros detenidos en llegar al Palacio de Justicia y nos llevaron a los calabozos.
Nos dividieron en dos grupos y nos colocaron en dos celdas, en una 17 y en otra 16. Y empieza esa larga espera, desde las 9:00 de la mañana como hasta las 4:30 o 5:00 de la tarde.
Mis compañeros estaban en el mismo calabozo del día anterior, pero a mi grupo le tocó el del frente. Era más bajito, más pequeño. Teníamos que sentarnos en el piso.
Tratábamos de hacer chistes para sobrellevar las horas. Sentíamos que si pasaba una hora, nos iban a poner otro delito.
Los privados de libertad nos querían callar. Entonces dijimos: “Nosotros somos más. ¿Vamos a dejar que nos callen?”.
Y empezamos a cantar canciones muy icónicas para la comunidad sexo diversa. Cantamos “¿A quién le importa?”, de Thalía. “Todos me miran”, de Gloria Trevi. Y cerramos esos cantos con el himno nacional.
Hubo un silencio en todos los calabozos, solamente nos escuchábamos a nosotros mismos entonando el himno nacional.
Luego llegamos a la audiencia en silencio, con respeto, con muy mal olor diría yo, con la misma ropa todos esos días. Amparados en nuestros defensores, tanto públicos como privados, que hicieron un trabajo impecable.
Los fiscales eran nuevos, no los mismos que se presentaron la noche anterior.
La jueza nunca nos habló. Era una audiencia de presentación pero parecía un juicio.
Era muy vaga y nunca nos miraba. Allí nos enteramos de que nos estaban imputando por ultraje al pudor, agavillamiento y contaminación sónica.
Teníamos 12 defensores: cuatro públicos y ocho privados. Todos solicitaron la nulidad del proceso y que quedáramos en libertad plena sin restricciones.
El último defensor tituló su intervención como “La esperanza perdida”. Y eso me marcó.
Habíamos perdido la esperanza en el Estado de derecho.
Ese defensor fue tan enfático que la jueza se salió y regresó, dándole poca importancia a lo que estaba diciendo.
Fuimos a un receso y cuando volvimos, dijo que desestimaba todas las peticiones de la defensa.
Dictó una orden de aprehensión para tres personas y los otros 30 quedamos en régimen de presentación cada 30 días durante seis meses.
Después de todo esto, me siento burlado y preocupado. Cada vez que hablo, voy soltando la experiencia. Pero también me somete a una exposición que no quería.
No quiero que me pase algo peor por dar la cara y visibilizar los vicios de este sistema.
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