Una crisis política con Acción Popular como parte de la ecuación es ya un clásico de nuestra historia política. Desde su fundación, ha sido el partido que más ha participado de las crisis de distinto cuño. Pero, no solo han logrado sobrevivir a todos los golpes de Estado de la última mitad del siglo, sino que jugaron un papel importante en todos estos procesos. Casi podría decirse que gran parte del capital político del partido proviene de esas experiencias. Desde las elecciones de 1963 y el golpe militar de Velasco Alvarado, hasta la presidencia interina de Valentín Paniagua tras el colapso del fujimorato, el partido de Fernando Belaúnde había logrado reinventar su imagen a través de la victimización, creando una suerte de martirologio democrático legitimado por su sólido compromiso con la institucionalidad y las reglas del juego por encima de los intereses de corto plazo.
Pensar en Acción Popular era recordar a un Fernando Belaúnde siendo traicionado por los militares en lugar de cerrar el Congreso. Y es que los chicharrones de ambos gobiernos acciopopulistas, así como sus malas decisiones sobre políticas importantes desde el Parlamento, palidecían frente a esta imagen de garante democrático. Pero ese capital tiene un límite en las elecciones. Y, en la era del desprestigio de los partidos tradicionales, Acción Popular parecía condenado a una extinción lenta como la de sus pares. Paradójicamente, los acciopopulistas encontraron en su reputación pasada un importante recurso ante las claras limitaciones de candidatos y organizaciones más informales en las últimas elecciones
En los últimos años, Acción Popular había logrado actualizar su capital político en función de su notoriedad como partido tradicional y provinciano. Frente a un elenco de candidatos y candidatas con serias limitaciones discursivas, la candidatura de Alfredo Barrenechea le dio la marca distintiva que necesitaban: un partido formal, con identidad aparentemente clara y con propuestas relativamente sustantivas. Hasta que apareció el chicharrón, literalmente, y todo se derrumbó. Pero la renovación de su marca partidaria había pegado: de pronto parecía una opción interesante, un partido como los de antaño. ‘Vintage’. Un representante del mito aristocrático creado alrededor de la odiosa comparación entre “los señores congresistas de antes” versus los “mataperros que han capturado el hemiciclo”.
Todo eso se fue por la borda con la asunción de Merino. Más allá del descontento ciudadano con ciertos aspectos de la gestión de Vizcarra, era claro que se trataba de un presidente con credibilidad. Vizcarra no es percibido como el típico caudillo que aprovecha los vacíos de poder para entornillarse en el cargo. Por el contrario, el presidente se sometió a las reglas de juego aun teniendo todas las herramientas para jugar a ser el rey con un Congreso cerrado y una popularidad desbordante. Cuando, en medio del escándalo prometió ponerse a disposición de la justicia, la gente le creyó. Por pragmatismo o no, la mayoría consideraba que el presidente debía quedarse en el poder hasta terminar el periodo y que una vez concluido terminaría, probablemente, como casi todos sus antecesores: en la cárcel.
Con temas más urgentes de por medio, la crisis política no hace más que reforzar la ya difundida idea de que los políticos priorizan sus rencillas y preferencias personales por encima de cualquier otro tema medianamente sustantivo. En ese contexto, el presidente defenestrado es un mártir y Manuel Merino su verdugo. Y si algo sabemos es que a Acción Popular le viene bien el papel de agraviado, antes que agresor. Un partido mártir de la democracia, un garante antes que un golpista, incluso si eso significa perderlo todo como en 1968. Hoy, con la nefasta decisión de un Congreso que ellos presiden, pueden haber tirado por la borda el capital que fueron construyendo en los últimos cinco años. Y esta vez no pueden echarle la culpa a un chicharrón ajeno, sino al que han ido cocinando lentamente desde que el actual Congreso tomó posesión mientras se empezaban a sentir los primeros efectos de la pandemia. Muy simbólico todo.