Este sábado 11 de setiembre se conmemoran 20 años de los atentados terroristas de Al Qaeda contra las Torres Gemelas de Nueva York, un ataque que provocó la muerte de casi 3.000 personas e innumerables daños materiales. En un contexto en el que Estados Unidos se ha retirado de Afganistán tras un estrepitoso fracaso, esta efeméride cobra una relevancia particular. Y en esta ocasión, dos expertas analizan los cambios que trajo consigo el 11-S en la política y las relaciones exteriores de EE. UU. y el mundo.
El 11 de setiembre: parte del declive estadounidense, por Mayte Dongo Sueiro
“El 11-S significó el inicio de una política que terminó siendo parte del declive estadounidense”.
Los atentados del 11 de setiembre del 2001 cambiaron el mundo. Pero no necesariamente porque fueron el momento cúspide del terrorismo internacional: Al Qaeda atacó a Estados Unidos en su propio territorio, el país con mayor poder concentrado del momento y que, 10 años antes, había salido airoso de la Guerra Fría. Sino porque el mayor impacto de este evento fueron las consecuencias que trajo para la política exterior (y doméstica) estadounidense.
Desde finales del 2001, Estados Unidos volvió a una política exterior centrada en la seguridad. Esta implicó una transformación en sus relaciones con el resto del mundo. Para los europeos implicó, un tiempo después, la división entre los que apoyaron a EE.UU. en su siguiente incursión militar y los que no. Para los latinoamericanos, que se dejara de lado la agenda de integración y comercio empezada en los 90. Y para el Gran Oriente Medio (G.W. Bush dixit), una mayor presencia estadounidense (y con ello, de otras potencias).
Asimismo, entre el 2001 y el 2011, los gastos en la guerra contra el terrorismo fueron de más de US$7 billones, superando otras etapas de incremento (Bilmes: 2013). Igualmente, Mueller y Stewart mencionan el desembolso estadounidense para atacar la amenaza doméstica desde el 11-S, que ha llegado a ser de más de un billón de dólares. Esto ha traído consigo una gran presión sobre el presupuesto del país norteamericano. Además, como los mismos autores mencionan, a nivel doméstico se sobredimensionaron los ataques. En el 2002, las agencias estimaban erróneamente entre dos y cinco mil personas entrenadas por Al Qaeda dentro de Estados Unidos. Diez años después, los seguidores de Bin Laden eran 100, de los que solo 50 parecían estar bajo el comando de Al Qaeda.
A eso se tendría que sumar la salida de Afganistán, que fue negociada sin involucrar al Gobierno Afgano, con escasa coordinación con los aliados estadounidenses, deficientemente organizada y con cálculos errados sobre el futuro del país asiático (se pensaba que ese Gobierno iba a lograr detener a los talibanes por aproximadamente seis meses, pese a que, para mayo, los talibanes ya ocupaban más de la mitad del territorio).
Esto ha afectado el poder estadounidense de manera material (recursos) y simbólica. La imagen dejada por la potencia mundial es la de una debilitada, que sigue sin conseguir sus principales objetivos en política exterior y que, pese al cambio de gobierno, no trata adecuadamente a sus aliados. Asimismo, ha perdido –aun más– su credibilidad, debido a que no solo no logró instaurar una democracia (si es que eso era posible), sino que el presidente Joe Biden sostuvo que realmente ese no era el objetivo. En sus comentarios del 8 de julio, Biden remarcó que las operaciones no tenían la misión de construir una nación, sino la de disminuir la amenaza terrorista para evitar ataques a EE.UU., y que es responsabilidad de Afganistán decidir su futuro y defenderse (sin considerar que el personal militar afgano estuvo meses sin sueldo).
El 11-S significó el inicio de una política que terminó siendo parte del declive estadounidense. Probablemente, lo opuesto a lo que se buscaba.
La imposible guerra contra el terror, por Gisella López Lenci
“Los costos de la guerra contra el terror son, sobre todo, las más de 900 mil personas fallecidas como consecuencia de los conflictos”.
Era el 11 de setiembre del 2002. Gracias a los familiares de algunos de los peruanos fallecidos un año antes, pude entrar a la Zona Cero, esa gran pampa de tierra mezclada con amasijos de hierro en la que se habían convertido las Torres Gemelas, el otrora símbolo de orgullo del desarrollo occidental en una ciudad que se ufanaba de ser la capital del mundo.
El viento era brutal y levantaba toda esa tierra, que golpeaba el rostro y el cuerpo. Mientras escuchaba los homenajes, me preguntaba si en esa tierra que se metía a los ojos había restos de algunos de los casi 3 mil fallecidos que se hicieron polvo en medio del fuego que provocó el derrumbe de los gigantescos edificios.
Pero en medio de esos escombros, en el corazón de Manhattan, había más. Estaba el destino de millones de personas que, desde el 11 de setiembre del 2001, han sufrido las consecuencias de la llamada “guerra contra el terror”, ese concepto acuñado por el expresidente George W. Bush y que, en principio, solo significaba venganza.
Una venganza que se cobraron rápidamente al derrocar en pocos meses al régimen talibán, que albergaba en Afganistán a Osama Bin Laden, el líder de la red terrorista Al Qaeda y organizador principal de los atentados. En el camino, el mundo se dio cuenta del horror que significaban los talibanes y del gobierno fundamentalista que habían instaurado. Claro, nadie se había escandalizado antes de que las mujeres llevaran burkas o fueran apedreadas o ejecutadas por salir de sus casas sin la compañía de un hombre.
“Nuestra guerra contra el terrorismo comienza con Al Qaeda, pero no termina ahí. No terminará hasta que todos los grupos terroristas de alcance mundial hayan sido encontrados, detenidos y derrotados”, dijo Bush pocos días después de los ataques.
Veinte años después, los talibanes que refugiaron a Bin Laden están de regreso y más empoderados, mientras que el terrorismo islamista se ha atomizado y ha hecho metástasis, convirtiéndose en una fuerza casi imposible de derrotar al diseminar el yihadismo por el mundo y potenciar a los ‘lobos solitarios’. Al Qaeda ya no es la principal organización, pero de su seno han salido organizaciones tan sangrientas como el Estado Islámico y se han multiplicado grupos islamistas en África y el Asia central.
Los costos de la guerra contra el terror no son solo los billones de dólares invertidos en armas y en ejércitos, sino, sobre todo, las más de 900 mil personas fallecidas como consecuencia de los conflictos que crecieron como bola de nieve después de los atentados del 2001.
La serie de acontecimientos, guerras e invasiones que han devenido de aquella mañana del 11 de setiembre es extensa –las guerras en Irak y Siria, la Primavera Árabe, la crisis de refugiados, la islamofobia, el terrorismo de ultraderecha, por citar solo algunos–, pero tienen como puntos en común el fundamentalismo, el poco interés por conocer culturas y coyunturas ajenas, y la estrecha visión de dividir el mundo entre buenos y malos.