Hace dos días, el mundo celebraba los 72 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Mucho ha cambiado desde aquel 1948 en Naciones Unidas: hoy, el enfoque de derechos humanos tiene un carácter ineludible para toda política estatal. El Perú no ha sido ajeno a esta realidad y ha ratificado la mayoría de tratados –universales y regionales– sobre derechos humanos. Pero quienes llevamos ya algún tiempo en estos avatares sabemos bien que las normas jurídicas no alcanzan para cambiar las mentes y los corazones. Necesitamos insistir en la importancia de los derechos humanos para evitar repetir las atrocidades que cotidianamente ocurren en nuestro país. Las historias recientes de Camila y Yefri revelan esta dura realidad.
Camila es una niña indígena que vivía en una zona rural fuera de Lima y que fue violada por su padre por primera vez a los 9 años. En el 2017, cuando Camila ya tenía 13, quedó embarazada. Dejó entonces el colegio. El padre fue denunciado y sentenciado a cadena perpetua. Entre tanto, la madre –mujer quechuahablante y con discapacidad– solicitaba que Camila fuera sometida a un aborto terapéutico, procedimiento permitido por nuestra legislación penal. Los médicos del hospital nunca respondieron. Pasaron entonces 4 meses y Camila tuvo una pérdida espontánea. Ocurrió entonces lo impensable: luego de una serie de visitas policiales y médicas a su casa, la fiscalía acusó falsamente a Camila de cometer un “autoaborto”, delito que es drásticamente sancionado en nuestro ordenamiento jurídico. Pasó de víctima a victimaria. Lo sucedido es tan grave que su caso ha sido presentado hace unos días ante el Comité de Derechos de la Niñez de Naciones Unidas. Al Perú le espera una segura condena en dicha instancia. Lamentablemente, no es la primera vez que esto sucede en Naciones Unidas: el Comité de Derechos Humanos y el Comité para la eliminación de la discriminación contra la mujer ya responsabilizaron al Perú por hechos similares en los casos K.L. (2005) y L.C. (2011). No aprendimos la lección.
Yefri Peña es una mujer trans que trabajaba como promotora de salud. Una noche de octubre de 2007, al salir de su centro laboral fue golpeada brutalmente por cinco sujetos. Yefri pudo huir y se dirigió a la comisaría de Ate para pedir auxilio. Los policías se negaron a socorrerla por ser una mujer trans. Yefri se encontró entonces nuevamente con sus agresores, quienes esta vez la apuñalaron en el cuerpo y el rostro. Sólo se detuvieron cuando pensaron que había muerto. Yefri quedó en coma por un mes. Al tiempo, ella inició diversas acciones penales buscando justicia por lo ocurrido, en especial contra el personal de la comisaría que no la socorrió. Pero el crimen, tras 13 años, sigue impune. El caso acaba de ingresar al Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. El expediente es tan desolador que el Estado no tiene margen de éxito en este procedimiento. Tampoco es la primera vez en que se nos condena internacionalmente por el accionar policial frente a personas LGBT. Este año, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una durísima sentencia contra el Perú por la tortura que sufrió Azul Rojas Marín, una mujer trans violada por tres policías en una comisaría en Casa Grande.
Si bien las historias de Camila y Yefri son hoy noticia por su arribo a los comités de Naciones Unidas, sus casos revelan dos problemas endémicos de nuestra sociedad: la violencia sexual contra la niñez y el abuso policial contra la población LGBT. Si ha seguido las noticias, sabrá que durante el confinamiento producto del COVID-19 este violento patrón continuó sucediendo. Le pido por ello algo: hable con su familia y amigos de estas historias. Y recuerde estos nombres: Camila y Yefri. Créame que dando visibilidad a estos episodios en su entorno más íntimo ya estará ayudando. Quién sabe, la generación que viene por delante pueda tener más claro que nosotros que las maternidades forzadas y la violencia contra quien es sexualmente diverso es –en verdad– inaceptable.