El grito de libertad que fue el movimiento estudiantil de 1968 sembró en mí la primera esperanza de que México podía convertirse en una democracia. En 1984 publiqué el ensayo “Por una democracia sin adjetivos”, en el que pedía elecciones libres supervisadas por un organismo autónomo, independencia y equilibrio de poderes y plena libertad de expresión. La reacción de la “dictadura perfecta”, como llamó Vargas Llosa al PRI, fue furibunda, igual que la de la izquierda, que despreciaba la democracia llamándola “formal” y “burguesa”.
Al paso de los años, las corrientes mejores de esa izquierda renunciaron al paradigma de la revolución y comenzaron a adoptar la democracia como la vía legítima para alcanzar el poder. Esa transición tardó en llegar, pero en el año 2000 el PRI fue removido del poder al cabo de elecciones transparentes organizadas por un instituto autónomo en el marco de nuevas libertades civiles. La “democracia sin adjetivos” se había vuelto realidad.
Años atrás, en 1982, un sabio historiador americano especialista en América Latina llamado Richard M. Morse publicó un libro titulado “El espejo de Próspero”. Conocí por entonces a Morse y nos convertimos en amigos muy cercanos. Morse no creía en la posibilidad de la democracia iberoamericana y en su libro explicaba por qué: el peso de nuestra cultura política nos predestinaba a otro tipo de acuerdo político.
Tres siglos de monarquía y siglo y medio de caudillismo habían dejado honda huella. La monarquía se basaba en una filosofía muy distinta al liberalismo de Locke. Esa filosofía era el neotomismo, cuya formulación más completa se hallaba en el teólogo jesuita Francisco Suárez (1548-1617). El Estado, para Suárez, era como un edificio corporativo (regido por la ley natural, no la escrita) a cuya cabeza había un monarca al que los súbditos no solo delegaban el poder sino lo entregaban en propiedad y a perpetuidad. Cuando el imperio se derrumbó, brotaron desde México hasta la Patagonia los caudillos, hombres fuertes y carismáticos: Quiroga, Rosas, Santa Anna, Páez. Con esa herencia, hubo poco espacio para el desarrollo de una legitimidad democrática y liberal.
Morse resumía la herencia cultural del monarquismo y el caudillismo en diez preceptos que permean la cultura política iberoamericana, un verdadero decálogo del populismo: (I) El mundo es natural, no se construye. (II) Desdén por la ley escrita. (III) Indiferencia a los procesos electorales. (IV) Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. (V) Tolerancia con la ilegalidad. (VI) Entrega absoluta del poder al dirigente. (VII) Derecho a la insurrección. (VIII) Carisma no ideológico: psicológico y moral. Un gobierno debe tener “un sentido profundo de urgencia moral” que encarna en “dirigentes carismáticos con atractivo psicocultural”. (IX) Apelación formal al orden constitucional. (X) El gobierno personal es cabeza y centro de la nación.
En el año 2000 Morse se había equivocado, la alternativa democrática liberal había triunfado en México y estaba en camino de triunfar en toda América Latina. Morse murió en el 2001. De pronto, apareció en el horizonte Hugo Chávez y confirmé que sus preceptos encarnaban puntualmente en él. Muy pronto, para mi desolación, confirmé que encarnaban en otros líderes de la región y finalmente en México, que cada día se aparta más de la “democracia sin adjetivos”.
En el 2018 publiqué “El pueblo soy yo”, donde expuse la teoría de Morse. Lo acompañé de una carta dirigida a él (naturalmente póstuma) en la que reconocía la profundidad de sus tesis, pero ofrecía unas modestas refutaciones. “No te apartes de mi enseñanza, y no te equivocarás”, solía decirme Morse. Me aparté, sin duda, pero me niego a creer que me equivoqué. Mi maestro y yo seguiremos discutiendo hasta la eternidad.