¿Hacia dónde nos llevan las protestas ocurridas en Lima el último 5 de abril? ¿Acaso pueden estar diciéndonos/advirtiéndonos de que “todos” los manifestantes están en el mismo barco? ¿Pueden expresar algo más que el descontento hacia alguien o algo? Esta reflexión, cuyo crédito comparto con el semiotista Eduardo Yalán Dongo, más que intentar comprender los antecedentes o las consecuencias de las movilizaciones, busca ofrecer una interpretación de cómo protestas tan disímiles como las que ocurrieron dos días atrás van cobrando formas definidas.
Un patrón se torna recurrente en la enunciación de las demandas. La aparición de un sujeto que protesta en representación de alguien, pero que en dicho proceso traduce un problema social en un malestar individual. De allí que sean recurrentes dos formas discursivas de demandar: desde el yo y desde el nos(otros).
Las protestas enunciadas desde el yo buscan privatizar el reclamo, expresarlo como una afección individual y mostrar las movilizaciones como acciones desconectadas del cuerpo social e iracundas porque un espacio fue invadido por un Mal acechante, por lo que buscan desconectarse de ese Mal para salvaguardar un “bien”. En breve, se trata de una protesta que se desconecta del cuerpo social a través de la articulación del posesivo “mi”. De allí que sean recurrentes los emblemas “mi calle”, “mi país”, “mi vida”. Este tipo de formas discursivas son enunciadas como urgentes, impostergables e incuestionables. Son demandas que se asemejan a las del cliente que “siempre tiene la razón” y cuya amenaza descansa en la posibilidad del escándalo, de hacer pasar vergüenza al exponer o al cancelar. Por ello, una de sus varias formas de expresión es la del cacerolazo. Este signo resulta interesante ya que, más que remitir al hambre, es un sonido que invoca a “hacer escándalo” para que el contendiente se doblegue ante la demanda. No es gratuito, entonces, que incluso se hayan creado aplicaciones móviles que replican el sonido del cacerolazo y que dejan atrás el símbolo de la olla vacía.
Conjuntamente, están las protestas enunciadas desde el nos(otros) que, como destaca su escritura, es una superposición del nosotros sobre los otros. Estas formas de protesta niegan los valores universales de cara a una conformación selectiva. Es un reclamo que procura la interconexión de los “pocos”, los determinados, los cercanos, los seleccionados para representar a todos. Una forma de protesta verbalizada con las loas a los valses, a los símbolos de cofradías, que generan interconexiones entre los “suyos”, que crean microcomunidades. Resulta lógico, en consecuencia, que el signo de preferencia empleado en las manifestaciones sea la camiseta de la selección de fútbol. Aunque resulte tentador pensar en su significado deportivo, debemos repensar aquí la acepción del término selección. Es decir, se emplea la camiseta para hacer un reclamo selecto, seleccionado y segregado del cuerpo social; es la demanda de unos sobre las del resto, pero que, sin embargo, son enunciadas como universales.
En síntesis, tenemos protestas que se asemejan más a un conjunto de embarcaciones antes que a un solo barco.
Lejos de querer deslegitimar ambas formas de protesta, cabe reformular la pregunta inicial. ¿Pueden las protestas escapar al yo o al nos(otros)? Sí. A partir de una demanda universal, que no evacúe lo político de lo social, que busque la superación de las estructuras existentes, que reconecte demandas (y no que las desconecte o interconecte solamente entre algunas) para forjar un país preocupado por lo común, sin borrar antagonismos. Para hacer resonar las antiguas palabras para activar nuevos deseos, una búsqueda del “una vez más” en lugar del “nunca más”, para rehacer, ofrecer nuevos pactos, incluso entre antagónicos, no por caridad o altruismo, sino porque están asociados en una síntesis disyuntiva de la acción/lucha. Solo allí podremos decir que las protestas conducirán a una demanda de cambio, no de reformas. Solo allí los peruanos estarán dentro del mismo barco.