La semana pasada se publicó la Ley 31689, que modifica las condiciones para que los migrantes puedan alquilar una vivienda en el Perú. Esta fue aprobada por insistencia en el Congreso de la República luego de que el Ejecutivo la observara y tras recibir numerosas críticas de la sociedad civil. Incluso, la Defensoría del Pueblo ha comunicado que presentará una acción de inconstitucionalidad contra esta norma. Esta ley ha creado una nueva obligación para los arrendadores de inmuebles: deben exigir a los migrantes (tanto al posible arrendatario como a quienes vivirán con él) que demuestren que se encuentran legalmente en el Perú. No solo eso: los arrendadores deben informar a la Superintendencia Nacional de Migraciones qué extranjeros vivirán en sus inmuebles.
La razón por la que se han hecho estas modificaciones la encontramos en su título, que revela que fue aprobada “en el marco de la seguridad ciudadana”. En la sustentación de la norma, la congresista Maricarmen Alva explicó el razonamiento de sus impulsores: “Es importante que los extranjeros [...] puedan identificarse y, además, consignar su domicilio en nuestro país, a fin de que en el caso hipotético de que cometieran alguna falta o delito se pueda hacer una idónea investigación fiscal conjuntamente con la Policía Nacional”.
Aquí tenemos un problema de enfoque de política. Se opta por uno de orden interno en lugar de un enfoque de integración socioeconómica. Ello trae grandes limitaciones y obvia la evidencia que tenemos hasta la fecha: la migración venezolana no es responsable de la elevada inseguridad ciudadana. Como muestran diferentes estudios hechos por diversas organizaciones (OIM y el Ministerio Público, la Universidad del Pacífico, el portal Enterarse y hasta el Ministerio de Justicia y la PNP), no hay evidencia a la fecha que demuestre un vínculo entre la migración y un supuesto gran aumento del crimen.
Para muestra, un botón: una investigación de la OIM y el Ministerio Público encontró que en el 2020 apenas un 0,4% de las denuncias por delitos fueron contra ciudadanos venezolanos. Si tomamos en cuenta que para esta fecha la población venezolana en el Perú superaba ya el 2,5% del total de la población del país, lo que tenemos es que los migrantes venezolanos son de hecho menos propensos a ser denunciados por delitos que el resto de la población. Y estas cifras están amparadas en datos oficiales, proporcionados por la propia policía.
Pero, incluso si ignoramos esto, esta medida no es adecuada para combatir la inseguridad ciudadana. Para empezar, el mercado de alquileres en el país es altamente informal (García et al., 2022). En el caso de la población venezolana, un 93,1% reside en viviendas alquiladas, muchos en segundos o terceros pisos, azoteas de viviendas con altos niveles de allegamiento y hacinamiento, en cuartos muy pequeños, mal distribuidos, de materiales prefabricados con conexiones artesanales y servicios compartidos (Pereyra et al., 2022). Es dudoso que, tomando en cuenta esta realidad, la norma tenga algún efecto significativo del tipo que esperan los parlamentarios.
Después de todo, esta norma difícilmente será cumplida: ¿quién corroborará casa por casa que los arrendadores dieron la información correspondiente o que no están alquilando a migrantes irregulares? En realidad, la propia ley acepta que no existe capacidad real de las autoridades para comprobar la condición migratoria de los extranjeros; por ello, pretenden trasladar las tareas de fiscalización a los ciudadanos, que no tienen necesariamente conocimientos sobre procedimientos de regularización migratoria.
En contraste, lo que sí tiene esta norma son efectos negativos. El primero y más evidente es que refuerza la estigmatización contra los migrantes al asociar a la migración con la delincuencia. Además, esta ley constituye una limitación del derecho de los propietarios a arrendar sus viviendas a quien consideren mejor, cosa que no sucede necesariamente en otros países que reciben mayores volúmenes de inmigrantes. En los Estados Unidos, por ejemplo, no existe ley federal que prohíba alquilar a los indocumentados, muchos de ellos peruanos. Y, por si fuera poco, es una nueva barrera a la posibilidad de adquirir vivienda por parte de la población migrante. Ya de por sí esta población muchas veces enfrenta mayores costos para tener una vivienda, así como condiciones inadecuadas de habitabilidad. En lugar de mejorar esta situación, esta norma solo establece una nueva barrera para su acceso a la vivienda.
Durante los debates previos a la publicación de la ley, en el Congreso se alegó que, así como los peruanos tenemos un DNI con nuestra dirección, los migrantes también deberían ser ubicables. El mercado de arrendamientos, sin embargo, no es el medio para lograr este objetivo. La solución está en que los migrantes tengan documentos similares al DNI y eso solo es posible a través de la apertura de caminos para la regularización. La ruta es reconocer a la migración como una oportunidad para el país y brindarles a los migrantes las posibilidades para que se integren a nuestra sociedad; no promulgar leyes que, si se cumplieran, dejarían a miles en las calles.
Oscar Rosales es consultor de la Cátedra de Migraciones, U. del Pacífico