El debate sobre la vacunación en cárceles surge en el Perú en medio de un caldo de cultivo electorero que ofrece penas más duras para los delincuentes. Como si la eficacia en la lucha contra el delito no dependiera de una policía tecnificada o de un Ministerio Público y un Poder Judicial diligentes e incólumes en aplicar la ley sin resquicios de punibilidad. Al contrario, lo que se muestra es cuán inhumanos podemos ser con los presos, considerando que más de un tercio en el Perú aún aguarda sentencia.
Desde el inicio de la pandemia las cárceles se consideraron espacios de alto riesgo epidemiológico. En marzo del 2020, poco después de declarar la emergencia sanitaria global, la OMS emitió el documento técnico “Preparación, prevención y control de COVID-19 en las cárceles y lugares de detención”, proveyendo tempranamente pautas para la detección y manejo de casos, así como medidas de prevención a ser aplicadas en las cárceles, conocidos focos de enfermedades infecciosas como el VIH y la TBC.
Las cárceles de América Latina en particular han sido la preocupación de los epidemiólogos, quienes en revistas como “The Lancet” han señalado que en espacios comunes, celdas pequeñas, con escasa ventilación y limitado acceso a agua, el distanciamiento entre los reclusos y la higiene es casi imposible. Ello, sumado a la mala alimentación y los deficientes servicios de salud penitenciaria de nuestro país –que han sido materia de exhortaciones de parte del Comité de Naciones Unidas contra la Tortura– y a que los presos muestran historias de consumo de droga y enfermedades crónicas e infecciosas no tratadas, les convierte en vulnerables a la letalidad del virus.
Considerando que el Estado es el garante de la salud de los reclusos, como ha enfatizado el Tribunal Constitucional en recientes sentencias, el reto es inmenso, pues nuestros niveles de sobrepoblación penitenciaria se encuentran entre los más altos de la región, después de países como El Salvador o Venezuela. No es coincidencia que durante la primera cuarentena se presentasen lamentables motines en cárceles de ciudades como Piura, Trujillo, Chimbote, Pucallpa y Lima, que registraban una sobrepoblación mayor a mil internos. La ocupación carcelaria es actualmente del 211%, es decir encontramos el doble de internos que camas, y a la fecha se reportan 453 internos y 53 agentes penitenciarios fallecidos por COVID-19.
En términos de riesgo y priorización de la vacunación, si la tasa de mortalidad por COVID-19 en el Perú, según la Universidad Johns Hopkins, es de 132 decesos por 100 mil habitantes, en nuestras cárceles dicha tasa alcanza los 500, e incluso es más elevada para trabajadores penitenciarios. Estudios realizados en países como Estados Unidos encontraron el doble de mortalidad y cuatro veces más contagio en cárceles que en la población general, por lo que varios estados de ese país han incluido en el primer grupo de vacunación a trabajadores penitenciarios y reos. Canadá y Francia también han otorgado prioridad de vacunación a adultos mayores encarcelados por dichas razones.
Así, la vacunación de la población penitenciaria peruana como parte de la fase II, proviene de constataciones epidemiológicas, similares a las que sustentan la vacunación de adultos mayores y personal de salud, grupos también en mayor riesgo de contagio y deceso por sus condiciones individuales y de exposición. En particular nuestras cárceles, por sus condiciones de insalubridad, actúan como focos infecciosos para toda la comunidad: para los que visitan, brindan provisiones y servicios, y para los propios trabajadores penitenciarios y sus familias, por lo que su priorización responde, en primer lugar, a argumentos de salud pública. De hecho, el nivel de mortalidad por COVID-19 en los trabajadores del INPE, justifica que se les incluya en la fase I, pero este tipo de lógicas parece no ser popular entre la mayoría de nuestros políticos.