Gracias a la lectura del fenomenal “Guerras del interior” de Joseph Zárate, recordé la forma en que la promesa de “agua sí, oro no” que enarboló el candidato Humala en mítines en Cajamarca terminó poniendo en aprietos al presidente Humala muy temprano en su gobierno, con estado de emergencia y fallecidos en la región a raíz del proyecto Conga.
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Con sus declaraciones como candidato, Humala cruzó su Rubicón andino, y aunque luego intentó desandar sus pasos, quedó en tierra de nadie, entre el polo rojo y el polo blanco. Con el nuevo año, las campañas presidenciales empezarán a calentar, y con ellas la necesidad de precisar posturas hasta ahora ambiguas, pero que la urgencia por atraer votantes forzará a definir. Desde temas recurrentes en nuestra historia como Tía María o de impronta más reciente como el aborto y el matrimonio igualitario, entre promesas y mensajes, los candidatos asumirán costos reputacionales que deberían afectar su credibilidad y popularidad en caso de echarse para atrás una vez en el poder.
La historia reciente pareciera sugerir que en nuestro país los costos asociados a “atarse de manos” no parecen ser muy altos. De hecho, no alcanza el espacio de esta columna para enlistar sucesos en los que un candidato promete algo durante la campaña y luego reniega de ello una vez en el poder, sin asumir del todo las consecuencias de dicha acción en su momento. La promesa de no llevar a cabo el ‘shock’ hecha por Alberto Fujimori en 1990 difícilmente entró en el cálculo del electorado en 1995. De ahí quizás la idea de que sea relativamente fácil renegar de lo prometido en el calor de la contienda.
Se podría pensar entonces que lo de Humala es una excepción y que por lo general las promesas incumplidas son un costo bajo a asumir para aquellos que llegan a la presidencia. Pero el electorado ha probado tener buena memoria y castigar a aquellos que se desvían de mandatos, y ha entendido que la representación política debe ser entendida también como responsabilidad: aquel que representa es responsable por sus actos y sus políticas ante sus representados. O como diría el politólogo italiano Giovanni Sartori, la verdadera representación política es la que entiende el gobierno representativo como un gobierno responsable. Responsable por lo que hicieron o lo que dejaron de hacer en su momento, y que es evaluado y juzgado en las siguientes elecciones. La performance de expresidentes y exalcaldes cuando intentan volver al ruedo es un claro mensaje en ese sentido.
Como muchos de esos costos se terminan de pagar en el largo plazo, no sería sorpresivo que, en nombre de la situación que se vive en el país, mucho de lo que se prometa en estos meses quede en el papel. A diferencia de Humala frente a Conga, es probable que ese reclamo no surja durante el período de gobierno. Pero acostumbrados a ser defraudados, la distancia entre representantes y representados seguirá ensanchándose cuando, campaña tras campaña, la ambigüedad le cede paso al despliegue de promesas sin cumplir.