La muerte del sociopático cabecilla terrorista Abimael Guzmán ha puesto en evidencia que nuestra convivencia actual se ha construido parcial pero extensamente sobre la ignorancia, sobre todo entre la juventud, acerca del fenómeno subversivo peruano. A raíz de ello, no han faltado quienes han relativizado y, en el extremo, justificado, el terrorismo más demencial. Y tampoco quienes, en un despliegue de superficialidad y forzando la lógica del ‘both sides’, equipararon a Guzmán con Fujimori o a la dictadura chavista con el partido español Vox, olvidando que –como dijo el escritor israelí Amos Oz– quien no distingue los grados del mal, se convierte en un servidor del mal. Ignorar complejidades y matices para meter en el mismo saco todo lo que se desaprueba, configura, pues, parafraseando a Hannah Arendt, una forma de “frivolidad del mal”.
No podemos permitirnos ni el olvido ni la complacencia ni la ligereza moral anteriormente descritos, a riesgo de frustrar cualquier proyecto nacional con pretensión de largo plazo, porque no puede haber futuro sin memoria. Y no solo porque los pueblos ignorantes de su historia están condenados a repetir errores. Sucede que las narrativas compartidas han constituido siempre la argamasa de la cohesión social, al punto que, para Yuval Noah Harari, lo que distingue a nuestra especie –la colaboración flexible a gran escala– se basa en las creencias comunes (el dinero fiduciario es papel que representa riqueza solo en la medida en que todos lo creen). Desde tiempos inmemoriales y en todas las culturas, esas narrativas incluyen la representación (típicamente draconiana) del temor a lo desconocido, a la destrucción, a la disolución del colectivo. Si dejamos de compartir, como está sucediendo, la encarnación de nuestro dragón en Sendero Luminoso, este terminará por devorarnos. Por eso, no se debe consentir el relato benevolente. Como bien explicó en Twitter el politólogo Rodrigo Barrenechea, achacar a un fenómeno común en este lado del mundo –pobreza, desigualdad–, una consecuencia absolutamente anómala –solo el Perú sufrió una subversión maoísta/polpotiana en América–, constituye una argumentación intrínsecamente viciada. Por lo demás, el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación descartó categóricamente esa versión hace años, sin por ello desconocer la problemática social.
El problema es que, además de nuestra dificultad para el consenso, vivimos en un entorno tecnológico que parece aliado del olvido, con especial incidencia en las generaciones jóvenes. La “sociedad líquida” (Zigmunt Baumann) nos induce a vivir en el momento, con impaciencia y sin reflexión. En las redes sociales impera la glándula (el impulso) sobre el cerebro (la racionalidad). Así, las comparaciones frívolas de líneas arriba proliferan en el mundo digital. Lejos de ser anecdótico, lo anterior tiene consecuencias a gran escala no solo en lo social, sino incluso en la antropología física. El cerebro es plástico; el uso o desuso de sus partes impacta en su forma externa. Nunca hemos tenido, por ejemplo, hipocampos más pequeños, pues al almacenar nuestra información relevante en aparatos tenológicos, no tenemos que retenerla en el recuerdo. Ahora bien, una memoria vigorosa es una suerte de premisa neurológica para el buen funcionamiento democrático. La acción humana funciona vía ensayo-error, y ello exige tener registro o bagaje acumulado de los intentos fallidos y exitosos. Es decir, memoria. Al tercerizarla en la inteligencia artificial, estamos renunciando, en el fondo, a la capacidad de aprendizaje. Otro ejemplo es la capacidad de atención. Nunca la tuvimos, en promedio, más breve que hoy, similar a la de un pez ornamental.
Las generaciones del futuro deberán enfrentar los desafíos de la democracia desde mentes casi sin recuerdos, en un entorno creciente y deliberadamente amnésico. ¿No es ese el caldo de cultivo perfecto para quienes quieren manipular y reescribir la verdad a su antojo?
En tal contexto, la muerte de Guzmán ha resultado, en algún sentido, providencial, pues ha propiciado revisitar su insania sanguinaria, reabrir la conversación pública al respecto y constatar la gravedad de los olvidos y manipulaciones en ciernes. También nos ha librado de la previsible angustia heideggeriana de su eventual indulto, miedo que acaso hubiera ido aumentando de la mano de las crecientemente impúdicas muestras de afinidad entre el actual Gobierno y Sendero Luminoso, por ahora limitadas al comportamiento pasivo-agresivo de no remover a los ministros filo-senderistas. Pero, después, quién sabe…