El poder es un espejismo que revela la naturaleza humana. En realidad no conocemos a nadie hasta que lo vemos ceñirse alguna banda o ponerse una corona. Los ejemplos en nuestra vida política son cuantiosos. Hemos sabido de los abusos de los líderes que llegan al poder. Solo entonces se nos han revelado como quienes son. Para ello, casi todos se han mirado en el espejo y han visto un reflejo imaginario de la realidad. Salvo excepciones, ha sido el reflejo grotesco de sus propios egos.
Las obras literarias que se refieren al poder han ofrecido claves en los modos como afecta a cada persona. En “Conversación en la Catedral”, el personaje de Cayo Bermúdez es un humilde trabajador en Chincha. Cuando pasa a ocupar el puesto de alto funcionario en el gobierno de Odría, en cambio, se convierte en un hombre lleno de ínfulas, un sátrapa de la dictadura. En “La Ciudad y los Perros”, el personaje de El Jaguar, en cambio, es el líder de una banda en el Colegio Militar Leoncio Prado. Luego, cuando sale del colegio, se convierte en un modesto empleado que termina pidiendo dinero prestado en las líneas finales del libro. “Yo, el supremo”, “El Otoño del Patriarca”, “Pedro Páramo” son otras novelas sobre el poder y sus ritos de transformación.
Póngale un uniforme, una corona, una banda a alguien y sabrán quién es. El uniforme parece una prueba de superioridad. Lo comprobé otra vez ayer cuando llegué a un banco a la hora de cerrar. El guachimán en la puerta me detuvo a gritos: “Ya no está permitido el ingreso, señor. El banco ya ha cerrado”. Muy bien. Retrocedo y me voy. No tenía que decirlo de un modo tan violento, pero tiene razón. O quizá se está desquitando de algo. Es su modo de ejercer su autoridad. Ha hablado su uniforme.
Lord Acton, noble católico inglés, escribió a fines del siglo diecinueve un texto en el que figuraba el famoso Dictum: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. La frase se ha mostrado como una explicación a la corrupción que va atada al ejercicio del poder. No hay un gobernante inocente, según esta visión pesimista de la política.
En su libro “Masa y Poder”, el gran ensayista Elías Canetti coloca el poder como un instinto esencial de todos los seres humanos. En su capítulo referido a los reyes africanos, Canetti afirma que cuando un superior da una orden a un subordinado le clava un alfiler. El subordinado a su vez va a querer sacarse ese alfiler para ponérselo a otro apenas pueda. Es una cadena que se inició con las primeras tribus.
En la primera escena de “2001, odisea del espacio”, la gran película de Stanley Kubrick, hay unos monos disputándose algo al borde de un charco. Se hostilizan unos a otros con ruidos hasta que uno coge un hueso. Luego descubren que el hueso sirve para matar. Después de golpear varias veces un cadáver, el mono lanza el arma al espacio. De ese hueso surge una nave espacial. La tecnología ha cambiado, pero los principios siguen siendo los mismos. El hueso es un instrumento de poder, algo que va a servir para que unos prevalezcan y se ensañen. Es por eso que Canetti dice que la risa es la muestra de la superioridad de unos sobre otros. Nos reímos, mostramos los dientes, pensamos que somos superiores. El poder es una droga. Nos da la ilusión de la superioridad, pero es temporal. No hay nadie más solo que un líder derrotado y postrado.