No pudiendo ignorar el tiempo, el hombre decidió abolirlo. Tal es, al menos, lo que nos dice Mircea Eliade en su libro “El mito del eterno retorno”. Al finalizar el ciclo anual, el tiempo renace y, con él, la vida. El año, “el anillo”, que termina, se transforma en animal expiatorio sobre el que se acumulan todas las faltas. El “año nuevo” es engendrado en la inocencia y en la libertad. El hombre no debe cargar nada sobre su memoria, todos los males se han ido y afronta con esperanza al recién llegado. Hasta la misma muerte se convierte en símbolo de resurrección. El mito no puede vencer a la realidad, pero le da un sentido soportable. En ello pensaría el filósofo cuando dijo: “Felices los pueblos que no tienen historia”.
A partir de los primeros calendarios sabemos que el renacimiento anual no es sino la forma como funciona una relojería solar, es el juguete de Navidad con el que los humanos han distraído sus melancolías y atizado sus esperanzas.
Por eso, el mito no muere, aunque sepamos que las cosas no son así y que un primero de enero es un día como cualquier otro y que el año nuevo no posee ninguna novedad, salvo en nuestros coloridos almanaques. Sabemos que no es más que una vuelta del minutero y que seguirá siendo así mientras dure la cuerda. Y, sin embargo, seguimos creyendo en las virtudes mágicas del nuevo día; realizamos gestos simbólicos, ceremonias religiosas, profusión de bebidas y bailes, saludos y votos de felicidad. Y hacemos bien, porque el mito, aunque falso porque el tiempo no ha muerto, tiene razón. Esa es otra de sus virtudes: su verdad no es lógica ni empírica ni natural; pertenece al orden del espíritu, que es propiedad exclusiva de nosotros los humanos y no importa nada que el renacimiento del Sol y de la vida sean una engañosa ilusión si ella nos renueva en el interior de nosotros mismos, nos preserva de la inercia de los días.
Porque, después de todo, también el tiempo tuvo un principio. Es justo que los humanos escojan la dirección del tiempo que crea, el que se proyecta hacia un porvenir cuya fecundidad dependerá de nosotros mismos. A fuerza de querer lo imposible, el hombre ha descubierto que el tiempo puede comprimirse a la velocidad de la luz, que la edad, las estaciones, los relojes y los calendarios son solo algunas referencias de la temporalidad, inaplicables a otras dimensiones del universo.
Si hemos descubierto que somos contemporáneos de algunas galaxias, es legítimo creer en un eterno presente. Dentro de la total actualidad de lo que existe, el tiempo cumple su función en la vida humana. Podemos lamentarnos de su fugacidad irreparable, pero podemos, también, y tal es el sentido de la esperanza del año nuevo, regocijarnos por lo que él nos revela como fuente de la que todo proviene. Cada año nuevo es una piedra que jalona sus bordes.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 31 de diciembre de 1970.