La pandemia nos ha planteado muchos desafíos, tanto en lo micro como en lo macro. Y la pandemia también le dio reflectores a asuntos que nunca gozaron de tanto protagonismo, como es el caso de la ciencia y lo que está entorno de ella; es decir, los científicos.
Importada gracias al furor de las charlas en Twitter, la campaña a favor de una mayor inversión pública en ciencia fue prontamente acogida por algunos científicos peruanos que la hicieron suya bajo el rótulo –o hashtag, como se dice en las redes sociales– de #SinCienciaNoHayFuturo.
El #SinCienciaNoHayFuturo ofreció una plataforma para profesionales vinculados con las ciencias, al punto de que lograron una popularidad que los convirtió pronto en celebridades –o ‘celebrities’, en las redes sociales– lo suficientemente sexis como para abrazar una carrera política. Ahí están el neurobiólogo y congresista Edward Málaga y, más recientemente, el físico y ministro Modesto Montoya.
La proximidad entre ciencia y política activa se hizo tendencia pronto en el Perú y el núcleo de su narrativa se ha centrado en la creación de un Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación-CTI, que el Gobierno de Pedro Castillo tomó como promesa electoral ayer y hoy, como estandarte de modernidad en su gestión, que cada cierto tiempo menciona en sus discursos como algo destacable dentro de tanta cháchara gaseosa.
Sobre la conveniencia de crear un ministerio CTi en el Perú, creo que no es ni el momento ni el modo más eficaz que nos permita mejorar el impacto que supone la actividad científica para países como el nuestro. En ese sentido, es importante enfocar este tipo de iniciativas a la propia realidad de un país pobre, con una baja institucionalidad –en general– y, sobre todo, con tanta informalidad en lo productivo, como es el caso del Perú.
Eso me lleva a solicitar más atención a la letra minúscula de la fórmula CTi. La “i” pequeña; es decir, la innovación.
¿Sabía usted que la innovación se suele escribir en minúscula a comparación de los términos “ciencia” y “tecnología”, para enfatizar su proximidad con lo cotidiano? La referencia a la letra minúscula se vincula con lo que los europeos llamaban la “paradoja de la ciencia europea” para explicar que, pese a los eminentes desarrollos científicos en ese continente, el impacto de los mismos puestos contra los de otras latitudes –Asia, por ejemplo– eran menos disruptivos.
La paradoja de invertir solo en ciencia pura le dio a Europa poca opción de desarrollar más productos de base tecnológica, dado que ese tipo de resultados suele provenir de la innovación. La “i” pequeña.
Innovar es algo que se suele vincular con la creatividad. Pero es más que eso. Se trata de una práctica que se puede gestionar y que supone aprovechar el conocimiento –sea científico o no– para crear algo de valor. Sea económico o no.
La innovación es, en simple, lo que ha permitido que millones de peruanos –huérfanos de institucionalidad– hayan sobrevivido a los embates de la crisis del confinamiento. Y esa innovación consistió básicamente en adaptar, mejorar o reproducir formas de negocio que tuvieron que reconvertirse.
Ahora que nos acercamos más a la normalidad pos-pandemia y la urgencia de recuperar el tiempo perdido, tal vez convenga enfocar más el lente a ese conocimiento natural y no sistematizado que se encuentra en los peruanos de la informalidad para capitalizarla. Eso no necesariamente se consigue con un ministerio. Aunque sí potenciando programas e instrumentos que hoy ya existen –tanto en el Concytec como en organismos asociados a la innovación, del tipo Pro-Innóvate o el Instituto Tecnológico de la Producción-ITP– y que solucionan un problema constante en el país: la falta de puentes y vías para acercar ofertas y demandas. De todo tipo.