Digno, caviar, terruco, ingenuo, mermelero, imbécil, vende patria, traidor, comunista, tetelemeque… son solo algunos de los insultos que han recibido aquellos, que no siendo pobres o no viviendo en zonas rurales, no avalaron la teoría del fraude impulsada por la señora Keiko Fujimori. Desde el presidente Sagasti hasta los tuiteros más desconocidos recibieron ataques feroces.
El país se polarizó de una manera que no habíamos experimentado antes. La discriminación y el racismo inundaron las redes sociales y se desató una cacería de brujas contra todos aquellos que por su condición social de limeños clasemedia alta debían cerrarle el paso al profesor filoterruco. Se pintaron los escenarios más desoladores y nunca circularon más noticias disparatadas, falsas y sin fundamento.
Sin embargo, a pesar de la histeria que Castillo desató antes de su proclamación, siempre hubo un hecho irrefutable: el representante de la izquierda radical, el hijo putativo del impresentable Vladimir Cerrón, obtuvo más votos que la señora Keiko Fujimori. Y no solo porque las pruebas de un fraude nunca fueron contundentes, o porque la ONPE y el Jurado Nacional de elecciones no encontraron irregularidades importantes o porque todos los observadores internacionales aseguraron que los comicios fueran limpios, sino por algo bastante más simple: para los que podíamos seguir las encuestas serias que no estaban a disposición del público general, hasta un día antes de las elecciones, Castillo siempre superó a Keiko Fujimori. Por poco, pero le ganaba, y la gran expectativa por que la tendencia se volteara no ocurrió. Cualquier analista que tuviera en sus manos datos serios sabía, antes del 6 de junio, que los candidatos venían pegados pero que él tenía más opciones que ella.
¿Qué culpa tienen entonces los que defendieron un resultado electoral legítimo de que Pedro Castillo se perfile como un pésimo presidente? ¿Por qué defender la verdad hace a los que no están dispuestos a negociar las reglas de la democracia culpables de los disparates de Castillo?
Pisotear la democracia para defender la democracia no es una opción. Plegarse a una mentira sin fundamentos es equivalente al comportamiento prepotente que está inaugurando el presidente Castillo.
No. Los que no se plegaron a la teoría sin pruebas de que Castillo le había robado las elecciones a Keiko no querían esto. No estaban esperando un Gabinete impresentable, una maltrato al presidente Sagasti, una muestra de lo que serán las limitaciones a la libertad de información. Ni siquiera querían a Castillo en Palacio, pero si ese fue el presidente elegido por la mayoría no había camiseta de la selección que cambiara el resultado.
Lo más probable es que Pedro Castillo sea hoy nuestro presidente porque llegó a segunda vuelta con la peor candidata para hacerle la pelea. Porque en lugar de que la derecha que hoy se encarga de señalar con el dedo a todo el que no quiso desconocer los resultados, fue incapaz de presentar menos candidatos para no dispersar el voto entre los que defienden el sistema imperante. De los 20 candidatos que lograron la inscripción en primera vuelta por lo menos catorce no hubieran hecho cambios radicales (Lescano, Forsyth, De Soto, Acuña, López Aliaga, Fujimori, Santos, Urresti, Vilchez, Guzmán, Beingolea, Humala, Salaverry, Cillóniz).
El angurrientismo de una derecha, o centro derecha, desperdigada que hoy pega de gritos es probablemente la causa de que Castillo haya llegado como por un tubo a Palacio. Sí, Castillo tenía la oportunidad de dar una buena primera impresión y continuar con la línea de su discurso de asunción del cargo que tuvo intenciones convocantes. Pero ya demostró que va a la guerra y no jugará limpio.
¿Podrán los partidos con representación en el Parlamento hacer el contrapeso para que se respeten las reglas de nuestra democracia, o tendremos otra vez grupúsculos débiles cuyo afán de protagonismo embarra lo que pretenden defender? Esperemos con paciencia. Ya descubriremos quiénes son los verdaderos bellacos de esta historia.