Ocasionalmente, el mozo que atiende en un banquete resulta testigo accidental de un hecho que dice mucho de alguna figura pública que está entre los comensales. No necesariamente es algo que lo “pinta de cuerpo entero”, pero sí revela una faceta de su humanidad. Como economista del sector público me ha tocado una cuota de semejantes descubrimientos. Es que la función profesional tiene algún parecido con la de un mozo de palacio, aunque no reparte comida sino información para la toma de decisiones.
Inicié mi carrera como economista del BCR durante el primer gobierno de Belaunde, y hubo muchas ocasiones para observarlo en un contexto de enormes dificultades económicas y políticas. Destacaban su aplomo, respeto a las personas, y sentido del humor. Nuestro último encuentro formal fue un suntuoso almuerzo para funcionarios y políticos abordo del yate presidencial. Un año después se encontraba destituido y enseñando en la Universidad de Harvard, adonde tuve que viajar para tramitar mi título. Propuso almorzar en el club de los profesores de la universidad. Cuando llegué, ya se encontraba allí, parado con tranquila humildad en la cola del autoservicio, con su bandeja vacía en la mano esperando mi llegada. La última vez que lo vi fue varias décadas después, cuando yo pasaba en bicicleta frente a un supermercado y él salía, solo, cargando dos grandes bolsas de compras, camino a pie a su departamento.
Conocí al general Morales Bermúdez en esos mismos años, cuando fue ministro de Economía de Belaunde. La situación era de las peores –un BCR sin dólares, un MEF sin soles, y un gobierno sin mayoría congresal–. Apenas juramentado, convocó a un grupo de profesionales para recibir propuestas, pero, a diferencia de otros ministros, este impuso una disciplina total. En medio del incendio político y económico del país, su oficina se volvió un salón de clase ordenado, donde varios asesores nos turnábamos en dar cátedra mientras él, alumno solitario, no paraba de hacer apuntes. Esa “reunión” duró más de una semana. El país ardía, pero la disciplina no aflojó hasta que un día anunció el fin de la clase y desapareció por varios días. Regresó con un grueso cuaderno, donde se detallaba un plan ordenado y formulado en base a sus notas tomadas en “clase”.
Al general Velasco lo conocí solo a través de los medios. El Velasco público era poderoso, por sus acciones y por su personalidad, y pocos llegaron a conocer más de su persona. Pero, después de su muerte, me tocó hospedarme en una casa de playa en Paracas donde él se refugiaba después de la amputación de una pierna. La tina y el excusado del baño aún tenían aun los rieles de metal que habían sido instalados para facilitarle el desplazamiento, y hasta ahora se me hace difícil recordar su figura potente sin ver, a la vez, la figura de un inválido frustrado, agarrado de esos metales, luchando para atenderse en el baño.
Tuve poco trato con Luis Bedoya Reyes, pero suficiente para revivir la esperanza en los políticos. Bedoya estaba convencido de la necesidad de un banco central que pudiera actuar con independencia de los poderes políticos del momento, y su agrupación, el Partido Popular Cristiano, fue decisivo para incorporar este concepto en la Constitución de 1979. En 1980 acepté la invitación de Belaunde para presidir el BCR, confiando en esa nueva independencia institucional. Pero la economía fue golpeada por una crisis financiera internacional y un desastroso fenómeno de El Niño que trastocaron los planes, y el gobierno empezó a presionar al BCR. Al final, Belaunde pidió mi renuncia públicamente y los medios se llenaron de críticas. Luego llegó un desastre personal. Un ataque personal particularmente agresivo en la televisión le produjo un paro de corazón y la muerte a mi padre. Nunca recibí pésame alguno de Belaunde ni de algún acciopopulista, pero Bedoya y algunos colegas del PPC asistieron al velorio. En ese acto, se juntaron los principios de buen gobierno, y los de buena humanidad.