Ante la debilidad, e incluso complicidad en algunos casos, de las fuerzas opositoras dentro del Congreso –incapaces de ejercer su función básica de control político–, varias voces han puesto sus fichas en el rol de la movilización y la participación ciudadana como mecanismo para salir de la crisis política. La más reciente (y sorpresiva) ha sido una de las propuestas del expresidente Francisco Sagasti, apelando a la recolección de cerca de 75.000 firmas ciudadanas (0,3% del padrón electoral) para que se presente una iniciativa de reforma constitucional de recorte de mandato (para que se vayan todos), que luego, con 66 votos aprobatorios en el Congreso, podría pasar a ser ratificada en un referéndum.
Aun cuando busca ajustarse a los límites del orden institucional y constitucional (y es, en estricto, una de las tres que propone, agotadas las vías del consenso y de la renuncia o vacancia presidencial), huele a atajo y frustración. Una solución parcial que, además, introduciría un elemento adicional de inestabilidad permanente a nuestro ya voltario sistema político.
Lo que sí, se enmarca dentro de ciertas invocaciones, esperanzas o llamadas de auxilio a que la ciudadanía resuelva un embrollo que los actores políticos no logran descuadernar. Mientras algunos miran con ansias e indignación la quietud de las calles ante los indicios de corrupción y el desmantelamiento del aparato estatal, otros todavía apuestan por movilizaciones que ejerzan presión sobre el Gobierno e, incluso, lo fuercen a dar un paso al costado.
Creo que detrás de esto hay un claro sesgo de inmediatez (‘recency bias’) por la huella más reciente que dejaron las marchas de noviembre del 2020 y que provocaron la caída del efímero gobierno de Manuel Merino. De aquella movilización quedó la sensación de que la calle era una vía de renovación política. Pero lo cierto es que, aparte de ese episodio único en nuestra historia contemporánea, no hemos vivido algo parecido a lo que tuvo Argentina con De la Rúa o Bolivia con Sánchez de Lozada, por citar dos ejemplos cercanos. Ni siquiera el propio Fujimori cayó tras la marcha de los Cuatro Suyos, el precedente inmediato de movilización nacional masiva en el país.
Ya Noelia Chávez expuso de manera clara (“¿Por qué no estamos marchando?”, “Revista Ideele”) por qué la calle está ausente. Y a pesar de la seguidilla de marchas en favor de la vacancia en los últimos meses, es virtualmente nulo el impacto que tienen. En cierta forma, son parecidas, en cuanto a efectos, a las ceremonias de lavado de la bandera que colectivos de izquierda organizaban en las postrimerías del gobierno de Fujimori en el año 2000.
Sospecho que la clave, extendiendo lo que O’Donnell y Schmitter analizaron en un famoso libro (y casi manual) para entender la caída de regímenes autoritarios en América Latina en los 70 y 80, es que no hay transición que no comience con una división o quiebre dentro del gobierno. Puede que ese quiebre se profundice por presión ciudadana o incluso internacional, como puede haber sido el caso con Fujimori en el 2000, pero el fin de la unidad precede a la caída.
Si de algo hay señales hasta ahora es de que el Ejecutivo no es un bloque monolítico y solo la disputa esta semana alrededor de Petro-Perú es buena evidencia de ello. A eso habría que sumarle el hecho de que no se trata de un grupo ideológicamente compacto, sino de la suma de múltiples intereses particulares cuyo principal objetivo parece ser capturar cuotas dentro del aparato estatal. Es muy probable que, ante la torpe oposición y la tímida calle, eso sea suficiente, pero las lealtades internas serán puestas a prueba cuando, llegado el punto, sea más conveniente salvar el propio pellejo.