Desde que el Congreso abdicó de su responsabilidad de darle una posible salida a la crisis política, el curso de los acontecimientos se define por lo que ocurre en las calles. Por ello, se hace necesario revisar los orígenes y la evolución de lo que allí sucede.
Hay quienes piden retroceder hasta la conquista española para entender sus causas profundas. Ver la larga duración tiene sentido, pero también puede ser de un determinismo tremendo.
A mi juicio, la crisis actual se empieza a configurar el 11 de octubre pasado, cuando la fiscal de la Nación presentó ante el Congreso una denuncia constitucional repleta de elementos de convicción sobre la responsabilidad directa de Pedro Castillo en múltiples actos de corrupción y este último llegó a la conclusión de que, o buscaba alguna salida que lo favoreciera, o terminaba en la cárcel.
De allí las decenas de ‘consejos de ministros descentralizados’ y de ‘asambleas populares’ en Palacio de Gobierno, donde predicó hasta el cansancio una combinación de victimización con división entre buenos y malos peruanos, y avaló la grita en favor de cerrar el Congreso.
Con ese telón de fondo llegó el día en que Castillo realizó su patética copia del golpe de Estado de Alberto Fujimori y terminó en la cárcel.
Pero el “trabajo político” de los meses previos había dado sus frutos. No habían pasado 24 horas desde la juramentación de Boluarte y ya empezaban los bloqueos de carreteras y se reinventaba la historia: el golpe lo había dado el Congreso para cerrarle el paso a quien quería gobernar a favor de los pobres y excluidos.
Fueron esas bases sociales “reforzadas” en los meses previos al golpe las que iniciaron las protestas. Muy fuertes en su activismo, los mineros ilegales y, en su orientación, los activistas del Movadef. Las protestas de diciembre llegaron a involucrar a 18 regiones.
En enero se volvieron mucho más violentas y vandálicas, pero focalizadas en el sur, con objetivos –en muchos casos logrados– de destrucción de propiedad pública y privada, y de paralización de la economía. Se percibía nítidamente tanto el extremo radicalismo de muchos de los promotores como la acción de personas vinculadas a economías criminales, buscando expulsar a un Estado que, al menos en algo, entorpecía sus sustanciosos negocios.
Hasta ahí había una opinión pública que mayoritariamente condenaba con energía lo que ocurría.
Pero un cambio cualitativo se produjo en las violentas tomas de los aeropuertos de Ayacucho y Juliaca, donde hubo falta de visión estratégica del Gobierno para definir el momento y la modalidad de recuperar esos activos críticos, tomando en cuenta que enfrentaban una multitud tumultuosa que los superaba ampliamente. El “se hace ahora y a toda costa” fue literalmente fatal.
Casi 30 muertos en esos dos enfrentamientos marcaron un punto de inflexión, que llevó al aumento de la masividad de las protestas y de las acciones vandálicas. Estas se dieron por varios días en Cusco y Arequipa y hasta ahora tienen a Puno en un virtual estado de rebelión. El Gobierno perdió una buena parte del apoyo de la opinión pública que tenía y, para consolidar su relación con el sector más duro, optó por la radicalización del discurso, pero sin mayores consecuencias prácticas, por lo que también le llovieron críticas desde ese lado.
Esos días fueron los más dramáticos. El siguiente capítulo fue la fracasada ‘Toma de Lima’. Vinieron mucho menos personas de las que esperaban sus promotores. La policía desplegó una estrategia inteligente al aislar al resto de los manifestantes de los grupos violentos (bastante minoritarios, por cierto) que querían al Congreso como trofeo.
Transcurrieron días de duros enfrentamientos, pero sin muertos ni heridos graves, hasta que el 28 de enero se produjo la trágica muerte de Víctor Santisteban.
Como ha demostrado “Cuarto poder”, el responsable es un escopetero, quien, junto con otros tres efectivos, se había desgajado de su destacamento. Lo hace con una bombarda lacrimógena disparada horizontalmente y a muy poca distancia.
Como en anteriores ocasiones, el Gobierno ignoró el concepto de “responsabilidad política” y ni siquiera intentó individualizar responsabilidades, causándole un grave daño a la PNP como institución y dándoles oxígeno adicional a las protestas que ya venían menguando en la capital.
De hecho, las movilizaciones han venido disminuyendo en el sur. Estas han pasado a ser mayormente campesinas y empiezan a chocar con el creciente hartazgo de los urbanos, que no están involucrados, pero sí afectados.
Las carreteras bloqueadas disminuyen en número y en importancia estratégica luego de haberse reabierto con buena planificación y sin “costo social” la Panamericana de Tumbes a Tacna y dos veces la Carretera Central. Puno está ahora con toque de queda y bajo responsabilidad de las Fuerzas Armadas y la PNP como apoyo.
Pero lo que se viene es muy difícil.
Más todavía con la anunciada huelga general de la CGTP para mañana, la que puede ser solo un hipo en la tendencia decreciente de las manifestaciones o un relanzamiento duradero de estas que ponga en jaque a Dina Boluarte.