“Tal parece que el guion de la historia política del Perú la escribió un loco” me comentó un amigo al que considero un gran intelectual, a pesar de que dicha categoría, antes respetada, vive su hora más oscura. De ello dio cuenta el primer ministro Aníbal Torres, que recientemente arremetió contra los que se “creen intelectuales” y son “nada” o más bien una manga de “facinerosos”.
La degradación que se respira en el país de las violaciones a niñas inocentes se manifiesta de múltiples maneras. Pienso, en especial, en aquel símbolo del maestro rural, que aludía a siglos de exclusión, hoy reducido a trizas debido a una enésima repartija clientelista en el corazón de Palacio de Gobierno. Esta vez a cargo de un clan familiar que no tuvo ningún reparo en asaltar a un Estado agónico. Lo que obliga a colocar el reflector sobre la cultura política perversa que nos rige y que se expresa a sus anchas, tanto en el Ejecutivo rapaz como en el Legislativo del delincuente a cargo del presupuesto nacional y del violador impune. Por otro lado, es importante tener presente que el concepto del ‘Estado como botín que mereces, porque finalmente llegó tu turno’, no surgió de la noche a la mañana.
En el Perú de las “desconcertadas gentes”, como nos llamó alguna vez el sabio historiador Jorge Basadre, el frenesí, la alucinación y la rapiña marcan el rumbo de una República que sobrevive impertérrita al borde del abismo. Sin embargo, ahora que la realidad nos confronta con todos nuestros demonios, incluido el del regreso de un asesino de policías que se enorgullece de su delito y envalentonado se computa salvador del Perú, urge explorar los antecedentes de un comportamiento que ya va rayando en lo patológico. Y, a propósito de ello, se me viene a la mente una frase que leí en una carta del siglo XIX, “la política peruana es un laberinto capaz de confundir al mismo diablo”, que remite a un viaje que estamos condenados a emprender los peruanos, sin memoria, porque la destruimos cada dos por tres, y sin estrategia porque nunca nos propusimos diseñar una colectivamente.
Hace algún tiempo señalé, medio en broma medio en serio, que Pedro Camacho, el escritor delirante de “La tía Julia y el escribidor” podía estar detrás del guion de nuestra desventurada historia política. Camacho, que por si acaso no es pariente de Beder, es un personaje –creado por Mario Vargas Llosa– que es capaz de inventar historias truculentas para las radionovelas de la década de 1950. Lo que más me preocupaba cuando pensaba en el azaroso modelo camachiano, en el que personajes de todo tipo entraban y salían del escenario mientras que los que parecían muertos regresaban en gloria y esplendor, era el final apocalíptico de la obra de un escritor que, como el tragicómico Pedro Camacho, terminó loco.
Ahora que lo evalúo mejor, nuestro caso, en el que tres o cuatro historias irrumpen en un mismo día, por no decir en una misma hora, se asemeja más a una suerte de viaje psicodélico, con alucinógeno incluido. Y aquí pienso en nuestra terapéutica y sagrada ayahuasca que para los expertos expande el nivel de consciencia, llevándote incluso a lugares que siempre evitaste ir porque aún duele volver sobre nuestros pasos, muchas veces equivocados.
Lo que va saliendo a la luz, ahora con mucho más detalle por la torpeza de los operadores de turno, es el viejo modelo patrimonial instalado en la República desde su creación. Lo paradójico del caso es que aquel que abominó el legado, lo heredó, y, como sus antecesores, está dispuesto a defenderlo a como dé lugar. Sorprende que este viaje nos haya llevado a una municipalidad, en teoría piedra angular de la república, y que el mecanismo que lo engarza al Gobierno central guarde un aire de familia con los decretos leyes que posibilitaron la gran estafa de la Transoceánica, dirigida por el ayahuasquero Jorge Barata, llamado también el virrey del Perú, contra el que no se desató el racismo que se exhibe, sin ningún reparo, contra este nuevo elenco de aprendices de mercenarios.
El viaje, por el momento, termina en el campamento del narco terrorista ‘José’ Quispe Palomino en el que nos encontramos por la operación ‘Patriota’, con las notas de un niño peruano, envenenado en su mente y quizás en su cuerpo por una droga maldita. Esto nos recuerda que tenemos un deber con las generaciones futuras que obliga a una urgente acción reparadora que el Perú espera.