A los tiranos no los juzgamos por sus obras. Los juzgamos por el daño que le hacen a su pueblo al someterlo y quitarle su libertad. Los juzgamos ante la ley y ante el tribunal de la historia por los genocidios, asesinatos, robos a mansalva, por las persecuciones contra los que se oponen a su tiranía. El juicio a los tiranos es jurídico y moral, porque obras han hecho tanto gobiernos tiránicos como gobiernos democráticos. El tema central no está en la materia, sino en el espíritu. El espíritu del tirano es malvado, porque entre sus fines está la destrucción del otro. Las tiranías te censuran. Te dicen qué debes escribir y qué no. Qué arte tienes que hacer y qué no. Te apabullan penetrando en tu vida más íntima. Y utilizan al Estado para destruir y no como una institución que garantice la libertad y otros derechos humanos.
Contra el tirano no queda otra cosa que la rebeldía para sacarlo del poder, que, si bien en muchos casos triunfa, en otros fracasa. Entonces, el tirano y su cohorte de sobones se pueden quedar en el poder años y hasta siglos si nos referimos a las monarquías teocráticas de la antigüedad.
Desde épocas muy antiguas, las tiranías han generado odio en algunos y fascinación en otros. Los atenienses decían que, de todas las formas malas de gobierno, la más despreciable era la tiranía. Una palabra que, por lo demás, viene del griego “Tirán”, que significa usurpador del poder. Y es que tirano es aquel que usurpa el poder a un gobierno legítimamente constituido por la voluntad popular.
Cicerón afirmó que contra el poder del tirano se justifica el tiranicidio y en la Edad Media santo Tomás de Aquino, ocupándose del mismo tema, indicó que existen dos tipos de tiranía: una leve y otra excesiva. La leve podría ser tolerada; en cambio, el pueblo tenía el derecho de insurgir contra la tiranía excesiva e incluso, siguiendo a Cicerón, matar al tirano.
Entre los españoles, Juan de Mariana, nacido en Talavera de la Reina, escribió que “el tirano hace consistir su mayor poder en la libertad para entregarse sin freno a sus pasiones, no cree indecorosa ninguna maldad, comete todo género de crímenes, mata a los buenos y no hay acción vil que no cometa a lo largo de sus vidas”.
Y así, en la historia se ha escrito mucho sobre los tiranos y las tiranías, como el libro “Vindiciae contra tyrannos” –”Venganza contra los tiranos”– de Stephanus Junius Brutus, un hugonote protestante, o la obra del filósofo empirista John Locke, que desarrolla toda una teoría a favor de la insurgencia y la rebelión contra el tirano.
Por eso, emular al tirano por sus obras materiales es una grave ofensa hacia los pueblos y sociedades que lo sufrieron. Es anteponer como magníficas unas piedras y unos asfaltos por encima de la vida y la dignidad de esos pueblos. Por eso, mencionar las carreteras de Alemania que utilizó Adolfo Hitler para invadir Polonia y despiadadamente destrozar a los polacos por considerarlos inferiores –y ni qué hablar sobre lo que hizo con los judíos– no puede servir como ejemplo en ningún lugar del mundo. Pero parece que para algunos, el Perú, que ha tenido sus tiranos a lo largo de su historia, no es un lugar del mundo, sino un espacio abstracto dando vueltas por el universo fuera de la realidad.
Hitler, como todo tirano de los recontra excesivos, para parafrasear a santo Tomás de Aquino, se endiosó, pasó para sus seguidores de la humano a lo divino y, por eso, no podía ser cuestionado ni siquiera por sus íntimos amigos.
Cuando sus verdaderos enemigos fueron exterminados, se inventó otros para seguir persiguiendo y matando con una sed de sangre salvaje, como también hizo Iósif Stalin.
Pero los tiranos generan fascinación en millones de personas. Sobre ello se han intentado hacer muchas explicaciones que van desde el psicoanálisis hasta la ciencia política. Miedo a la libertad, dice Erich Fromm. La búsqueda del padre, dice Wilhelm Reich. Tendencia a la sumisión. Admiración del poderoso. Aburguesamiento. Pensar: ‘qué me importa lo que le pase al otro mientras no me pase a mí’. Convicción de que el mundo solo puede progresar por la represión. En fin, hay una serie de justificaciones, pero quien, de alguna manera, inconsciente o conscientemente, justifica la tiranía, se convierte en su cómplice.
Escribo esto el Viernes Santo. Los cristianos no debemos olvidar que Jesús fue condenado a la cruz por unos tiranos.