“El PBI lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida”. La famosa frase es de Robert Keneddy, la pronunció en plena campaña electoral para la presidencia de los Estados Unidos en marzo de 1968, meses antes de que le metieran un balazo en junio y se esfumaran con él las esperanzas de un país más igualitario. Más de cincuenta años después, Bob podría pararse en un estrado, decir lo mismo en el Perú del siglo XXI, y la frase conservaría su sentido. O lo que es más triste, tendría más sentido que nunca.
En los últimos veinte años, nuestras autoridades y empresarios vivieron hipnotizados por una bonanza inédita. Durante dos décadas nuestro PBI engordó por encima del de nuestros vecinos. En el 2008, cuando estalló la crisis financiera internacional y creímos que se acababa la fiesta, otra vez la rompimos: el Perú creció 9,1%, ganándole a todos los países de la región, a varios tigres asiáticos y logrando resultados similares a la poderosísima China. Entre el 2005 y el 2018 la pobreza bajó de 55% a 20,5%. Si esto hubiera sido un mundial de fútbol, digamos que hubiéramos entrado a cuartos de final sin problema.
¿Por qué entonces tantos peruanos están dispuestos a votar por el señor Pedro Castillo, que quiere volar este modelo de crecimiento? ¿Es solo el empobrecimiento que ha llegado con la pandemia la causa de tanto desastre? Esa es la respuesta fácil, la idiota es creer que los peruanos que votan por la izquierda son unos débiles mentales que ni siquiera saben lo que es mejor para ellos.
Y claro, ninguno de los defensores de la gallina de los huevos de oro quiere admitir que esta fórmula de crecimiento ha fallado acá y en todos los países de la región, porque generó abismos insostenibles de desigualdad. Según el informe sobre desarrollo humano 2019 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), América Latina es el continente más desigual del mundo; es decir, sí, crecimos mucho, pero unos crecieron muchísimo más que otros. Mientras hubo industrias como la agroexportación, la pesquería o la minería que alcanzaron récords de ganancias, el 70% de la masa laboral siguió siendo informal, con empleo precario e ingresos insuficientes para tener vidas plenas, satisfactorias.
Si nos remontamos a las épocas de la crisis y la inflación, por supuesto que había desigualdad, y los pobres eran mucho más pobres que los de hoy. Sin embargo; a pesar de las diferencias, el Perú entero se sentía derrotado. Cuando todos se sienten destruidos hay un halo de resignación compartido. Como si estuviéramos atravesando la misma guerra y no hubiera a quién reclamarle nuestras desgracias. Cuando empieza a entrar dinero, a chorros, y unos ven sus expectativas satisfechas, mientras los otros continúan rompiéndose el lomo en trabajos de doce horas diarias, entonces la resignación del fracaso colectivo sale por la puerta y entra por la ventana la necesidad de una reivindicación.
El votante de Pedro Castillo no ve en él a un comunista que va a llevar al país a la ruina, encuentra en su candidatura la posibilidad de que las cosas cambien, de que el estribillo de que somos un país rico se traduzca en su vida diaria y no se quede en los informes del BCR. El votante de Perú Libre, después de veinte años de crecimiento, está tan lejos y es tan distinto que el de la señora Fujimori que es absolutamente natural que elija una opción diferente, hasta opuesta, a la que ha visto siempre.
Y esa decisión, a quien ha estado del lado del mango de la sartén, le puede parecer un suicidio, pero le hace total sentido al que se viene quemando las manos desde hace décadas.