Poco se ha hablado de la infame manera en la que están concluyendo las celebraciones del bicentenario en nuestras regiones. Es hasta insultante, incluso para los estándares de nuestra clase dirigente, pero nos permite introducirnos en las dinámicas disímiles del “Perú celebrado” y del “Perú en resistencia”. La ausencia de visitas de la presidenta Dina Boluarte a varias regiones altoandinas solo es un síntoma que ahonda el resentimiento y la distancia entre la política formal y los ciudadanos. Es decir, solo le da más motivos de desconfianza al “Perú en resistencia”.
Cuando se produjo el fallido autogolpe de Pedro Castillo, la presidenta y su coalición de gobierno no hicieron ningún intento por reconciliarse con el electorado que la llevó al poder. Por el contrario, en repetidas ocasiones, tanto el Gobierno como el Congreso han optado por ningunear al “Perú en resistencia”, ese país que no aparece en las propagandas de Prom-Perú y que solo cobra vigencia para algunos medios cuando llegan las elecciones. No será la mayoría del país, pero al “Perú en resistencia” se le ha agotado la confianza en la democracia peruana. Quizá la mayoría del país no está en resistencia, pero rumbo al 2026 al “Perú en resistencia” le va a costar muy poco trabajo encender la pradera. Un gobierno que ha abandonado cualquier intento de recuperar la confianza, un Congreso desbordado de denuncias y escándalos, y un país sitiado por el crimen organizado no son el territorio propicio para una deliberación reflexiva, sino para una reacción visceral.
Además, consideremos que, como lo demuestran muchas encuestas, el país es un paradigma de desesperanza colectiva. Los jóvenes han abandonado el Perú en cifras históricas, a pesar de que no enfrentamos la peor crisis económica. Los vínculos colectivos entre los ciudadanos se han ido deteriorando y cualquiera que viaje fuera de la Lima moderna puede advertir que nuestras regiones se han ido avejentando y que el caos y las economías ilegales han ido reemplazando a cualquier vestigio de orden.
Las regiones altoandinas no se han beneficiado de las últimas grandes inversiones que han recalado en el país. Ciudades como Puno, Arequipa, Ayacucho y Cajamarca padecen de la falta de inversión pública y privada que les devuelva el protagonismo que alguna vez tuvieron en nuestra vida republicana. Es estupendo que Lima vaya a inaugurar la ampliación de su aeropuerto y que Chancay vaya a dinamizar la agricultura de agroexportación, pero la ausencia de inversión pública y privada durante la última década en las regiones altoandinas va aumentando las distancias entre la capital y el resto de sus ciudades. Para colmo de males, no hay élites regionales capaces de disputar el debate público desde un proyecto nacional alternativo, solo acomodos arribistas para recalar en las nuevas coaliciones autoritarias que el Congreso ha cultivado. Por supuesto que en el 2026 llegarán los lamentos del “Perú celebrado” y será tarde, como ya es una costumbre.