El poder no solo se ejerce mediante decisiones políticas y acciones concretas, sino también a través de palabras y gestos que construyen significados y proyectan autoridad. Esta premisa parece ser ignorada por la presidenta Dina Boluarte, quien, tras dos años en el poder, enfrenta un final de año marcado por una impopularidad sin precedentes desde que se tienen encuestas.
Los resultados del último sondeo de Datum para El Comercio reflejan este deterioro. El rechazo de nueve de cada diez peruanos trasciende las diferencias sobre políticas específicas y apunta a algo más visceral: la percepción de un liderazgo inexistente y hasta ofensivo.
Cuando un sector de la ciudadanía califica su gestión como “una burla para todos”, la crítica excede el ámbito político para convertirse en un juicio ético y emocional. La figura presidencial deja de ser percibida como una autoridad legítima y se transforma en el símbolo del descontento generalizado.
Esta creciente percepción se ve agravada por una comunicación política marcada por frases y gestos torpes, confrontacionales, que proyectan a una mandataria cada vez más a la defensiva y acorralada.
Un ejemplo reciente es su afirmación de que las críticas de sus detractores se deben a que “están dolidos porque no son parte de este gobierno y no lo serán”.
Durante su reciente mensaje a la nación, apareció flanqueada por sus ministros uniformados, intentando disipar las dudas sobre su capacidad para ejercer la presidencia tras una operación quirúrgica inicialmente negada y luego admitida. El mensaje implícito fue disciplina y control que, en lugar de fortalecer su liderazgo, lo desdibujó aún más, mostrando a una presidenta dependiente de su entorno para proyectar poder.
El tono mesiánico con el que se autoproclamó “la mamá de todo el Perú” reflejó también un paternalismo mal calculado, como si creyera que podía suavizar una gestión marcada por el desprecio a las críticas.
Ni qué decir del incidente en el que respondió a un ciudadano que la llamó “corrupta” con un infantil “tu mamá” para reforzar un estilo basado en la descalificación personal, impropio de una autoridad presidencial.
Más grave aún fue su afirmación de que “Puno no es el Perú” durante las protestas contra su gobierno que dejaron decenas de muertos. Lo que debió ser un intento de calmar tensiones se convirtió en un símbolo devastador de exclusión y desprecio, evidenciando su incapacidad para comprender la complejidad y el dolor del país que gobierna.
En esa misma línea, su desafortunada conferencia de prensa intentando justificar el uso de relojes Rolex y joyas de lujo como “préstamos” de su ‘wayki’, el gobernador de Ayacucho, Wilfredo Oscorima, proyectó la figura de una jefa del Estado que se esconde tras gestos vacíos para evitar enfrentar los cuestionamientos.
Expertos como el escritor y semiólogo Umberto Eco han estudiado cómo el poder se construye mediante ‘performances’. Boluarte ignora esta lección, como quedó demostrado cuando calificó de “terrorismo de imagen” los señalamientos de la prensa, una reacción que evidencia su desprecio por el control democrático y la rendición de cuentas.
En lugar de utilizar el lenguaje presidencial para ofrecer esperanza en tiempos de crisis, Boluarte ha optado por una actitud desdeñosa. Su célebre frase “no necesito tus lágrimas”, pronunciada a un periodista tras la devastación causada por los incendios forestales, simboliza esta desconexión, mostrando una alarmante falta de empatía en momentos de tragedia.
Más allá de que las palabras y los gestos sean vehículos de poder, son también espejos que reflejan la profundidad –o la ausencia– de un liderazgo. Dina Boluarte se encamina a que su presidencia sea recordada no por sus logros, sino por lo que dijo, lo que calló y, sobre todo, por lo que sus gestos revelaron cuando su voz ya no era suficiente.