Hay algo emocionante en sentirse parte de una multitud. Nos invade un sentido de pertenencia, en el que las individualidades quedan suspendidas en función de una causa común. Veo las imágenes de la procesión del Señor de los Milagros y me imagino el olor y la esperanza de esa masa que camina a la misma velocidad y comparte un mismo fervor. He estado ahí, más de una vez, y no importa si eres devoto del Cristo Morado o no, cuando quedas atrapado por la emoción de miles de fieles es imposible mantenerse indiferente.
Hace unos días, se presentó en Argentina la exitosa banda Coldplay. En el momento más vibrante del show, el vocalista Chris Martin cantó “De música ligera”, un tema emblemático de Soda Stereo y clave en la historia del rock argentino. En un país sumido en la crisis, con una clase política que está lejísimos de dar la talla para momentos tan convulsos, los chicos de Coldplay lograron que más de 70 mil almas corearan juntas “de aquel amor, de música ligera, nada nos libra, nada más queda”. La música fue capaz de recordarles que son algo más que la suma de mezquindades que los gobiernan.
Pero miles de seres humanos juntos no son siempre sinónimo de energía positiva. Mientras en Buenos Aires una masa cantaba conmovida, en Seúl 150 muchachos morían asfixiados por otros jóvenes que, como ellos, se habían congregado en Itaewon, un barrio famoso por su vida nocturna, donde se celebra el Halloween todos los años. No hay una explicación clara de lo sucedido: la falta de espacio, la aglomeración y luego la desesperación hicieron su trabajo. La masa congregada en un espacio estrecho e imposible había generado una energía mortal, en la que el de al lado se transformó en usurpador de ese metro cuadrado que todos necesitamos para respirar.
Los expertos en dinámica de muchedumbres explican que, cuando en un espacio limitado se congrega demasiada gente, se genera una fuerza similar a la onda de los terremotos. Unos cuerpos golpean a otros y la energía va acelerándose hasta cobrar suficiente fuerza como para tumbar a una persona. Agrava la situación si ese sujeto, cuyo cuerpo está enredado con el de los demás, empuja al individuo tambaleante para que no lo haga perder el equilibrio. Lo que provoca ese empujón poco solidario es un efecto dominó que lo lanzará a él también por los suelos. Cuando uno se quedó aprisionado en una muchedumbre, lo único que funciona es moverse a ritmo de la marea humana y cuidar a los que están alrededor. La mejor manera de salvarse es salvar al de al lado.
Hay dos caras en esta moneda; una conmueve, la otra mata. Y resulta inevitable preguntarnos, si lanzamos un sol al aire ¿cuál nos tocaría? ¿Somos capaces de formar un todo o nos hemos transformado en una masa que se terminaría aniquilando? Mientras escribo esto, algunos peruanos se preparan para salir a una marcha que busca tumbarse al presidente Castillo. ¿Tendrá la convocatoria que se necesita para removerlo de Palacio? Para lograrlo habría que romper esa apatía de la población que no responde a un interés de proteger a la caterva de corruptos que se ocultan en Palacio, sino a la falta de ganas de juntarse con otro al que se percibe como enemigo. Por qué un llamado caviar tendría que compartir espacio con quien lo insulta todos los días ¿o viceversa? ¿Acaso frente a una turba enloquecida, ese que ha construido un discurso de odio va a sostener al que detesta?
En escenarios tan polarizados, los anhelos comunes no alcanzan para construir ciudadanía. No se puede llamar a la unión cuando en el día a día no nos reconocemos como parte de un mismo colectivo.
Ya veremos qué pasa, pero poco podremos hacer frente a la corrupción si insistimos en enfrentarla sacándonos los ojos.