El hombre disfrazado de búfalo que irrumpió junto a otros radicales en el Capitolio de los Estados Unidos el miércoles pasado cree que un gran cartel de banqueros centrales busca construir un gobierno mundial totalitario. De hecho, ya dominan a los gobiernos por medio de sobornos y chantajes. Son socialistas. Y desarrollan tecnología de punta (energía “infinita”, clonación, antigravedad) en laboratorios subterráneos para acelerar la llegada de este nuevo orden mundial. Donald Trump representa la resistencia a esa infiltración, por eso le robaron la elección.
Tal vez este personaje sea un caso extremo, pero ya una enorme base de votantes del partido republicano cree similares teorías conspirativas. La mitad de ellos considera que la elección fue robada y, en una encuesta de esta semana, un altísimo 43% justifica el ingreso violento al Capitolio.
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Pero esta no es solo una historia de fanáticos o extremistas. Es también de cínicos. El miércoles por la noche una serie de senadores y representantes del Partido Republicano criticaron a Trump por dirigir la turba contra el Congreso. Fueron celebrados como una reacción principista frente al abuso. Mejor tarde que nunca, claro, pero no cabe felicitación alguna, por favor. La lección que deberíamos sacar, más bien, es que cuando un partido político exacerba al populismo para cuidar sus ganancias electorales, el resultado es nefasto para la convivencia democrática. El partido jugó con fuego estos años, su apoyo al presidente fue casi monolítico a pesar de sus mentiras. Y eso es cinismo.
El problema político que enfrenta Estados Unidos se ha dado varias veces en la historia, siempre produciendo tensión. Una transición demográfica y económica amenaza a quienes eran más y solían tener más poder. La mayoría blanca sin educación superior que vive en sectores rurales y los obreros de industrias en declive se han desenganchado de la economía, mientras crece la diversidad en el país. Enfrentar este problema pasaba por adelantar complejas reformas y discutir los límites del sistema para procesarlo.
En cambio, el Partido Republicano optó por radicalizar. Ya había caído antes en alianzas populistas, pero estos años ha sido peor. La receta de Trump fue apostar doble contra sencillo por una restauración. Para hacer grande a América se politizó esa base blanca molesta (de hecho, Trump es el presidente en campaña más votado de la historia del país) promoviendo todos sus miedos.
En el liderazgo republicano decidieron convivir con, y promover, las creencias absurdas de Trump para no arriesgar su vínculo con este electorado radicalizado. Apostar por la locura se volvió una estrategia electoral viable para un partido que tenía el deber de ser más sensato. En estos cuatro años fueron la mascota de un ególatra y su corte familiar.
El problema para el partido recién empieza. Se enfrenta ahora a peores tensiones por dejar avanzar el radicalismo. Si el partido insiste en su populismo probablemente pierda en distritos más moderados y se siga alejando de la mayoría de votantes en elecciones nacionales. Al mismo tiempo, los populistas todavía tienen muchos recursos para disputar el control del partido: su alto número de votantes en diversas áreas del país y el sistema electoral. Escaños uninominales, donde el que gana la mayoría gana todo, favorecerá a una base populista dura en distritos rurales. Y en el Senado, donde los estados tienen igual número de representantes sin importar su población, también pesará este voto de estos sectores.
El cinismo disfrazado de fanatismo es común en política. Pero verlo a gran escala, en un partido del que se esperaba más, nos recuerda el peligro para la democracia de subordinar todo principio al interés calato. Y nos deja una clara alerta sobre lo que pueden justificar nuestros propios cínicos. Como decía Juan Carlos Tafur hace unos días, ya no solo habrá que preguntar a los candidatos en las elecciones peruanas por su opinión de Hugo Chávez. Donald Trump merece ser un nuevo termómetro local de sensatez.