“Un hombre lleno de cálida benevolencia desearía que su sociedad esté constituida de forma distinta de como la encontró. Pero un buen patriota, un verdadero político, siempre considera cómo puede hacer lo mejor posible para su país con lo que hay. Una disposición a preservar, y una habilidad para mejorar, tomadas juntas, serían mi estándar de estadista. Todo lo demás es vulgar en la concepción y peligroso en la ejecución”.
Esta reflexión es de Edmund Burke, político y filósofo nacido en Dublín en el siglo XVIII, considerado el padre de ese aparente oxímoron llamado liberalismo conservador británico. Si bien escribió esto en el marco de la Revolución Francesa, cada una de sus líneas merece ser interpretada también bajo la lupa de la coyuntura política peruana actual.
La primera frase, sobre la “cálida benevolencia” y las buenas intenciones, aplica para los políticos y para los ciudadanos en general –y, de hecho, quizá más para los segundos que para los primeros–. Aunque las propuestas de algún candidato puedan ser profundamente equivocadas y dañinas, la gran mayoría de los votantes de un lado y de otro aspira, simplemente, a una sociedad mejor. En medio de la polarización, conviene recordar que ningún grupo humano tiene aquí el monopolio de las buenas intenciones.
Pero la segunda frase es la que nos saca de la esfera de las intenciones y nos devuelve al mundo de lo posible. El Perú que recibirá el siguiente gobernante es un país con millones de familias en condiciones más vulnerables que hace dos años, con una caja fiscal golpeada, con una pandemia que no termina de ceder, y con un Congreso partido. Esas limitaciones no van a desaparecer el 28 de julio, aunque más de una promesa pareciera ignorarlas. El “verdadero político” trabaja con lo que hay.
La tercera línea es la más interesante. En una campaña que maniqueamente se ha configurado como una elección entre una suerte de continuismo total o una ruptura radical con el sistema, la recomendación de preservar lo que sí ha servido y reformar lo que haga falta es el consejo más obvio y también más ignorado. Todos los indicadores de desarrollo económico y social han mejorado en los últimos 25 años: pobreza, desigualdad, libertad, educación, empleo, y un etcétera contundente. Muchos mejoraron a un ritmo sorprendente durante varios años. Pero no fue suficiente: se pudo y se debió hacer más. Los principales reclamos de la ciudadanía –absolutamente legítimos–, pasan principalmente por aquellas responsabilidades que el Estado no ejecutó a pesar de tener los recursos para hacerlo. La tarea del estadista, diría Burke, pasa por diferenciar lo que sirvió y hay que preservar de lo que se necesita mejorar.
La advertencia final del texto tampoco pasa desapercibida para la coyuntura. Diagnósticos equivocados, que niegan la evidencia presente o pasada, inevitablemente derivan en pésimas recetas que sumen a los países, en el mejor de los casos, en el marasmo económico y, en el peor, en la pobreza.
“La gente no tiene interés en el desorden”, escribía Burke en otro tratado. “Cuando se equivocan, es su error, no su crimen. Pero con el gobierno es muy diferente. El gobierno puede actuar mal por diseño, además de por error”. Los errores de un próximo presidente –sabemos– serán inevitables, pero sí deberíamos aspirar a que, para reducir los yerros estructurales o de diseño, se cumpla por lo menos el estándar de Burke: una disposición a preservar, y una habilidad para mejorar.